Con el poeta y narrador Juan Domingo Aguilar (Jaén, 1993) hablamos un poco sobre algunos de sus libros más recientes —Cuántas noches son esta noche, Un mal de familia y Anticine—, así como sobre los diarios, la nostalgia y el mercado editorial español.
En Cuántas noches son esta noche es evidente que estás jugando con el formato del diario. ¿Por qué elegiste escribirla así?
Encontré esta fórmula porque me interesan mucho los diarios personales de ciertos autores. Me encanta La tentación del fracaso, de Ribeyro. También las apuestas más fragmentarias y en este caso creo que la novela lo necesitaba por aspectos formales, pero también por la historia que la atraviesa, por emular el cambio de una estación a otra y compararlo con el paisaje que vemos pasar rápido, casi antes de que nos demos cuenta, por la ventanilla de un tren. Generar una sensación de movimiento. Más rápido, con más ritmo. Además, en la sociedad en la que vivimos y el momento en el que estamos, entiendo que muchas novelas solo pueden construirse desde ahí por otra serie de condicionantes. Es normal que lo fragmentario se haya abierto paso, porque al final muchos escribimos en los huecos que encontramos mientras hacemos otras muchas otras cosas. Es complejísimo dedicar todo tu tiempo, por factores económicos principalmente, solo a escribir. Este formato me permitía ir uniendo todas las piezas del puzle para ir construyendo esta historia y al mismo tiempo dialogar con la obra de otros autores.

Es particular cómo esta elección formal permite, por un lado, experimentar con diferentes textualidades —pienso en los tres planos que narran la despedida entre el protagonista y su novia, los tachados, la incorporación de fotografías, los pasajes en que el texto adopta el tono de una carta— y, por otro, mantener una estructura narrativa que, como te han señalado, hace que la novela se lea con fluidez. En términos de Vila-Matas —uno de tus héroes—, ¿cómo concilias ese lado más experimental Finnegans con el más narrativo Hire?
No estoy seguro de que a Vila-Matas le gustara que lo consideraran como un «héroe» justo por lo que escribe y cómo lo escribe (ríe). Quizá más como un «antihéroe». Sus personajes siempre están llenos de contradicciones y claroscuros. No me interesan los personajes que son agradables, con los que es fácil empatizar, a quienes coges simpatía. Me interesan más los complejos, los que tienen espacios en los que indagar, porque al final son como nosotros: imperfectos. Esto lo decía también Catherine Lacey cuando le preguntaron por uno de sus personajes que podía resultar odioso. Ella decía que le interesaban los personajes caóticos y que generan conflicto. Los cómodos y agradables no le despertaban interés. Todos tenemos contradicciones internas. Eso es lo que más me suele interesar de los personajes en la narrativa: su imposibilidad para hacer muchas veces lo que más desean. Como le ocurre al protagonista de El mal de Montano, que no consigue escribir una novela y opta por un diario que se convierte en la propia historia en la que comenta diarios de otros autores, dialoga con ellos, pero al mismo tiempo se filtran por los huecos de la escritura cuestiones cotidianas como la crisis de pareja que atraviesa el protagonista. O como ocurre con Mario Levrero en el caso de La novela luminosa, en la que el libro se transforma en algo más total, atravesado por la incapacidad para escribir la hipotética novela que le debe al Sr. Guggenheim por la beca que ha recibido. Sobre todo, en la primera parte, en ese Diario de la beca. Esa imposibilidad es la que me interesa, hacer un estilo de ella. También tenemos el ejemplo de David Markson, un autor gringo que lo mismo escribe un thriller policial que libros mucho más “pequeños”, como La soledad del lector o La última novela, en los que presenta su propuesta a través de breves citas de otros personajes, escritores, artistas y otros elementos que no solo son parte de la narración, sino que la vertebran. Al final escoger la opción formal es una cuestión de lo que favorezca más a cada texto, no de lo que quieras contar sino de cómo quieres contarlo. Al ritmo y la cadencia que pretendas que tenga la historia. Mi idea era que la novela fuera leída casi de un tirón, pero que siempre dejara algo a medias, como ocurre en los capítulos de las series o las telenovelas.
Últimamente parece que hay un auge de la diarística en la literatura española. ¿Por qué crees que pasa esto? ¿Hay algunos que creas que valgan la pena?
No sé si esté en auge o sea solo una moda pasajera, como pasa muchas veces con el mercado español. Hay un grave problema con la insistencia en esa idea de «descubrir algo» que tiene la crítica y el mercado en este país. Es una percepción muy colonialista, que de alguna manera piensa que lo que se hace aquí impacta en América Latina de alguna manera, cuando desde hace mucho tiempo es más bien al revés. España, en lo literario, llega tarde a casi todo. Y cuando llega es de una manera suavizada o etiquetada de forma muy clara, como pasó con el Realismo mágico, que básicamente es una etiqueta que surge por la fobia absurda y estúpida de no querer llamar a las cosas por su nombre: literatura con elementos fantásticos. La crítica, salvo en pocas excepciones, lleva en crisis mucho tiempo en este país y tiende a cometer los mismos errores una y otra vez, como la estúpida manía que ya he comentado de sentir la necesidad de ser los «descubridores», con las terribles acepciones que sigue teniendo esta actitud pacata y reduccionista, de algo que ya existe desde hace mucho, pero a lo que aquí, por estrechez de miras y exceso de egocentrismo, no se le prestaba atención o no interesaba por alejarse de un canon más tradicional, vinculado con esa percepción tan absurda y occidental de tener que buscar «la gran historia» o «la gran novela». De pronto parece que hay expertos en diarios por todos lados, que sientan cátedra y parecen tener todas las respuestas y demasiadas certezas. Pero ese es un mal bastante patrio: le das una patada a una piedra y salen expertos de cualquier tema que se autoperciben a sí mismos como tales. Yo no me considero experto en casi nada, la verdad. Pero sí que me han interesado siempre los diarios de algunos autores y también otro tipo de propuestas literarias más relacionadas con lo fragmentario, lo híbrido, que a veces echa mano de formatos como este. Podría recomendar diarios que han sido fundamentales para mí desde hace años como Diario de un canalla, Burdeos 1972, de ese Mario Levrero más íntimo y vulnerable, entregado al amor, a la desesperación y al aburrimiento. O Diario de duelo de Roland Barthes, en el que el autor se sale de ese lado más formal y sesudo y se entrega al dolor por la pérdida de la madre y a un diálogo póstumo para entender la ausencia de esa figura central afectiva. También los diarios de Cheever, que son muy crudos, terribles a ratos, pero hermosos y cargados de ternura e imágenes potentes que podrían ser, perfectamente, el arranque de cualquier buen poema, y en los que el autor enfrenta algunos de los temas más conflictivos de su vida, como su problema con el alcohol o la sexualidad y la incapacidad para el afecto familiar en muchos momentos, de manera honesta, sin máscaras. En América Latina hay una tradición muy fuerte relacionada con este género, Ribeyro, Pitol, Levrero, por citar solo algunos que fueron más allá y los volvieron una apuesta aplicable a novelas estructuradas de esta manera y a que los diarios, por sí mismos fueran una obra total a la misma altura de otros géneros peor considerados históricamente en geografías más conservadoras en lo literario, como en este país. Lo mismo ocurre en el ámbito del habla inglesa con los diarios de autoras como Katherine Mansfield. Otro de mis diarios favoritos, sin duda, es En el estanque: diario de un nadador, de Al Alvarez, en el que el autor nos cuenta su rutina de cada mañana cuando nada en los estanques de Hampstead Heath en Londres, pero en realidad lo utiliza como excusa para hablar de muchas otras cosas, de esas pequeñas, pero tan importantes, vinculadas con el cuerpo, la vejez, la escritura o el afecto. Conseguí la edición de Entropía de milagro hace bastante tiempo y ahora, por fin, se puede conseguir aquí porque lo editó este año Altamarea. No es «novedoso» sino una de las múltiples formas que se usan desde hace tiempo para enfrentarse al acto de la escritura. De autores vivos de España me gustan mucho Dietario voluble de Vila-Matas o libros como Hermano de hielo de Alicia Kopf, publicado por Alpha Decay, que utiliza este formato en algunos momentos concretos para construir una novela en la que entremezcla la enfermedad de su hermano con las grandes expediciones polares para articular el relato, además de introducir fotografías con las que el texto se relaciona de manera natural. Siempre me ha interesado más dialogar con propuestas de autores latinoamericanos a los que quiero y admiro como Mercedes Halfon o Luis Chaves. Diario pinchado, publicado por las afueras y Vamos a tocar el agua de Luis Chaves, publicado por los tres editores, son libros centrales y que me ayudaron a encarar de otra manera la escritura en su momento. Fueron muy importantes para mí. Hace poco terminé de leer Piletas de Félix Bruzzone, publicado por Editorial Excursiones, en el que el protagonista limpia las piscinas de vecinos de varios barrios de Buenos Aires y entabla una relación voyerista e íntima con muchos de ellos, llegando a formar parte de sus vidas, pero sin entrar del todo. Quedándose siempre fuera. Me gustó mucho, es la prueba perfecta de poner en práctica esa escritura de «lo que pasa cuando no pasa nada», parafraseando a Perec. Me interesan mucho las propuestas editoriales como Bosque Energético, en Argentina también, que apuestan solo por la publicación de diarios. Se vive se traduce de Laura Wittner que se publicó por Kriller71 en España o Historia de mi lengua, de Claudia Apablaza, por ejemplo, que salió aquí por Comisura Ediciones hace un par de años, son dos libros estupendos también, me parecen un ejercicio perfecto de lo que implica un diario y su experimentación con la forma y el estilo. Tienen una clara vocación de escribir desde el margen, de huir del gran relato. Apostar por lo marginal en lugar de por el «gran relato» o por novelas «temáticas». Que es casi una postura vital a la hora de escribir, centrarse en lo pequeño para llegar a lo grande: eso es lo que más me interesa.
La atención a la forma no parece algo aislado de esta novela. En Anticine, uno de tus poemarios, también se advierte una preocupación formal decisiva. ¿Qué papel dirías que juega la forma en tu escritura?
Creo que la forma es un vehículo para potenciar lo que de verdad es importante en un texto: el estilo. Parece algo muy pomposo cuando se habla de ello, muy técnico, pero vendría a ser cómo sacar ventaja de nuestras imperfecciones, de nuestros fallos. Darles la vuelta. Construir eso que alguno de manera más pomposa llama «una voz». Lo cual es ridículo porque nuestra voz es una ficción construida a partir de muchas otras. Creo, más bien, que al final uno hace de sus incapacidades un estilo, como dice Alan Pauls, fallar otra vez, fallar mejor, en referencia a Beckett y donde algunos ven una imposibilidad o una impostura, otros ven una salida para la escritura.
En un contexto dominado por la industria cultural, que a menudo privilegia el contenido por encima de la experimentación formal, ¿consideras que la irrupción del mercado editorial independiente —especialmente el español— ha abierto un espacio para nuevas formas de escritura?
Hay espacios para otro tipo de debates y diálogos a nivel literario. También hay propuestas editoriales independientes mucho más «arriesgadas» que antes, para la concepción de este término que tiene el mercado español, por una simple cuestión de cantidad. Desde hace años han ido surgiendo espacios donde se publican desde el margen, atendiendo a veces también a los valores del mercado, pero más de reojo. Ocurre que a esos espacios ha ido llegando poco a poco la obra de autores latinoamericanos menos mainstream y ha permitido que los lectores españoles tengan un acceso más fácil a ellos. Pienso, por ejemplo, en los tres editores, La Navaja Suiza, Minúscula, Candaya, las afueras, Ediciones Comisura, que por cierto publicaron hace unos meses un libro precioso de Rosario Bléfari, Diario del dinero, que nunca había estado disponible aquí y la única opción para leerlo era conseguir de milagro la edición argentina de Mansalva. Esos puentes son importantes, ahí es donde la conversación se vuelve más interesante y hay un verdadero intercambio entre propuestas más periféricas de las narrativas latinoamericanas y las que en España buscan acercarse a ellas. De todas formas, todo esto también está muy relacionado con esa pregunta tan difícil de contestar y que, en España, siempre ha tenido una respuesta demasiado reduccionista: «¿qué es una novela?». Ya en los años noventa Levrero decía que una novela era todo lo que había entre tapa y tapa. Vuelvo a incidir en que deberíamos mirar a otras latitudes, porque en América Latina no existen estos debates tan conservadores. Están superados. Y el mercado español sigue buscando a toda cosa esas «grandes novelas» aunque también se beneficie de los cambios de tendencia y el auge de escrituras más híbridas y fragmentarias como las que comentamos. Sigue primando unas por encima de otras. Siempre ha sido así.
Entre otras cosas, tu prosa es muy cercana a tu poesía. Lo digo por la manera en que construyes muchas de las escenas de la novela con la ambigüedad característica de las imágenes de tus poemas. Por ejemplo, este fragmento: “Te pregunto si te gustaría que viviéramos juntos en este pueblo y te limitas a agarrarme la mano y señalar los pequeños árboles del jardín botánico, explicándome hasta dónde deben crecer” (19). Cuántas noches está llena de momentos así. ¿Cómo concibes la prosa desde esa cercanía con lo poético?
Los que venimos de la poesía siempre sentimos un poco el síndrome del impostor al pasar a la narrativa, como una deformación profesional (ríe). Sobre todo, si nos interesan propuestas más híbridas que se centran en lo pequeño. Igual no es corta la lista de grandes narradores que vienen de la poesía, podemos hablar de Bolaño, por citar un ejemplo muy conocido. No es ni siquiera sorprendente porque es habitual. De hecho, en algunos casos, los autores que pasan de la poesía a la narrativa tienen un trabajo más depurado de aspectos como las imágenes y el ritmo. Se nota. Eso es algo que me interesa. Vila-Matas en muchas de sus entrevistas siempre ha dicho que es un poeta frustrado y que cuando escribe quisiera que su narrativa estuviera lo más cerca posible de la poesía. Ahí está la respuesta, son dos cosas más relacionadas de lo que puede parecer de entrada. Y eso por solo hablar del ámbito de habla hispana, porque en el caso anglosajón, hay poetas actuales como Heather Christle o Maggie Smith que pasan de la poesía a propuestas más narrativas y fragmentarias muy potentes. La poesía del canon anglosajón, sobre todo la estadounidense, siempre ha tenido una tendencia más narrativa, ligada con la idea de transmitir una historia. En el fondo, tanto la poesía como la narrativa son ficción. No debemos olvidarlo, ya que todos ficcionamos cualquier acontecimiento desde el momento en que ordenamos el mundo con palabras, sea en un poema o en un diario, se modifica su propia naturaleza en función de nuestro imaginario, nuestra herencia cultural y social, nuestro posicionamiento y, en definitiva, nuestra visión del mundo. Además, cualquier texto necesita buenas imágenes y ritmo para sostenerse por sí mismo, para que funcione y no se venga abajo como un edificio a medio construir. A mí me interesa escribir algo que no sea pesado ni largo, una postura literaria y vital que ya defendía hace muchos años Natalia Ginzburg, las propuestas de algunos autores actuales como Mercedes Halfon, Luis Chaves, Gonzalo Maier, Clara Muschietti, Laura Wittner o Cecilia Pavón. Ese pulso breve pero intenso que provoca en nosotros un leve escozor, algo parecido al picotazo de un mosquito. Escribir una buena novela breve es mucho más difícil de lo que parece. Complejísimo. Cuando pienso en algún ejemplo, siempre me viene a la mente Desubicados, de María Sonia Cristoff, un librazo. La poesía está presente en todos sitios, incluso en la narrativa, aunque sea de manera tan sutil que, a veces, nos pase desapercibida.
Siguiendo con esta relación entre prosa y poesía, hay poemas de Un mal de familia que, de una u otra manera, reaparecen en tu novela. ¿Qué opinas de este diálogo entre tus poemas y la novela?
No soy el primer autor que juega con este tipo de recurso, se me ocurre por ejemplo Gospodinov, que en varios de sus libros introduce fragmentos muy parecidos, pero con una intencionalidad distinta, además creo que al final todo lo que escribimos está relacionado, queramos o no, y forma parte de una especie de obra global que tiene vasos comunicantes que unen un género con otro de manera natural. Aunque, es evidente, que hay que poner más atención a ciertas técnicas en función del tipo de texto que trabajemos, si rastreamos la obra de muchos autores en busca de pistas, seguro que encontramos el germen original de ciertas imágenes u obsesiones en un poema que luego se desarrolló de una manera parecida pero distinta en un cuento o encajada dentro de una novela. Es como si estos fragmentos se llamaran entre sí para comunicarse como los perros que ladran separados por un muro en verano a la hora de la siesta. En cada uno de estos espacios el texto adquiere una significación distinta. Me gustan todos estos divertimentos literarios y no creo que haya que teorizar tanto al respecto ni pensarlo demasiado: todo lo que escribimos forma parte de lo que somos y de lo que nos interesa, tanto en la vida como en la escritura, que a menudo vienen a ser lo mismo. De ahí vienen todos esos materiales y justo por eso son susceptibles de atravesar muchas de las historias que contamos. En eso, creo, es en lo que se basa la literatura, o al menos la que a mí me interesa más. Por otro lado, en el libro hay diálogo entre lo visual y el texto, con imágenes escogidas para potenciar la atmósfera y completar el relato. Nos van acompañando. También me interesaba poner a dialogar distintos ámbitos de la creación que, a veces, parecen menos conectados como obras visuales y películas que ampliaran el lenguaje y los subtextos de la propia novela llevándola un poquito más allá. Me interesan mucho los libros de artistas visuales y sonoras como Laurie Anderson o Alicia Kopf. También Tracey Emin, que está muy presente durante toda la novela, por cómo en sus inicios experimentaba mucho con temas como la soledad, la intimidad, el amor, el consumismo emocional y las relaciones afectivas en el mundo contemporáneo en obras como My Bed o Everyone I Have Ever Slept With 1963-95. Para mí plantea el amor como lo que es de una manera cruda y directa: una construcción a base de restos y cosas que a priori no son estéticamente bellas, como latas, colillas, pelos enredados en un cepillo, fundas de plástico, una arqueología de lugares, de las camas en las que hemos dormido o los objetos que hemos tocado con otros, tanto en los momentos buenos como en los malos.

Uno de los temas recurrentes en tu obra es la nostalgia. ¿Qué significa sentirla en un mundo donde este sentimiento se ha convertido en una marca registrada?
Difícil. Igual esto no ocurre solo con la nostalgia, casi cualquier tema vinculado con una emoción se ha convertido en una marga prefabricada: las adicciones, las relaciones amorosas, la identidad. A menudo y a diario asistimos a discursos que banalizan temas muy importantes y que los ponen, a veces parece que sin darse cuenta los mismos que los pronuncian, a disposición del mercado. Pasa un poco con todo porque el capitalismo pervierte estos temas hasta hacerlos suyos, los vuelve inofensivos y cómodos. Igual que desactiva ciertas luchas asimilándolas. Es lo que pasó con el rock ‘n’ roll hace no tanto tiempo. Para cualquiera con un mínimo de conciencia crítica debería ser duro escuchar una canción de John Lennon en un anuncio del Volkswagen Golf, como pasó en el la campaña «Crees en Golf» de 1998. O ver cómo Revolution, de los Beatles, sirvió para poner banda sonora a un anuncio de Nike en 1987, marcando la primera vez que se utilizaba una grabación original de los Beatles en un anuncio comercial y que ni siquiera los miembros vivos del grupo lograran detenerlo. Poco más queda por decir después de estos ejemplos tan gráficos. Lo que más me interesa es que la escritura sea honesta, los autores y autoras cuyo estilo más me atrae va por ahí, no tanto por una temática concreta. Por eso me gustan tanto las películas de grupos de amigos o familias que se reúnen después de tanto tiempo, esas en las que mienten para mantener las cosas juntas y que no se derrumben las ficciones que les rodean. Suelen tener esa carga de nostalgia honesta, verdadera, poco pretenciosa y natural. Es verdad que lo que escribo puede tener tintes nostálgicos, pero tampoco lo pienso mucho. Me gusta una reflexión que hace Yiyun Li en uno de sus libros cuando dice que escribir sobre los momentos compartidos con otros es revivir esos sentimientos, pero que ella escribe, justamente, para dejar esos sentimientos detrás. En mi caso creo que ocurre algo parecido. En lo referente al amor y a las relaciones afectivas, a menudo nos recreamos en el pasado, es fácil dejarse llevar por «lo melancólico» e inventar nuestros recuerdos, mejorándolos incluso, frente a lo que en realidad eran. Cuando hemos querido a alguien, revivimos una y otra vez esa historia, la misma historia. Foster Wallace escribió que «toda historia de amor es una historia de fantasmas». Cuando escribimos pasa lo mismo: corremos el peligro de enamorarnos del fantasma de lo que fuimos.
Para cerrar, ¿qué canciones escuchas por las noches?
Muchas, soy un friki de las playlist de Spotify, tengo temáticas y más aleatorias. Ahora justo acabo de entregaros una que se llama «Todos los veranos muere lady di» que es para ponerle banda sonora a un roadtrip veraniego. La noche siempre ha tenido algo misterioso, magnético, sobre todo en el plano creador: infinidad de canciones han tratado el tema, «La noche eterna» de Él Mató a un Policía Motorizado por mencionar una de las canciones de los grupos que aparecen en la novela y que escuchan los personajes. Hay cientos de poemas sobre la noche, cuentos como Nadar de noche de Juan Forn en el que un hijo habla con su padre muerto frente a una piscina y que me encanta y también muchas películas que abordan el mundo nocturno. «¿Para qué son las noches? Para atravesar el tiempo hacia otro mundo», escribe Laurie Anderson en su libro El corazón de un perro y no podría estar más de acuerdo. Creo que el ser humano tiene una fascinación natural por todo el simbolismo que implica lo relacionado con la noche y sus distintos significados, somos animales nocturnos, como los insectos que no pueden evitar sentirse atraídos por la luz, aunque sepan que terminarán achicharrados. La respuesta más acertada a lo que me preguntas sería decir que lo que más suelo escuchar cuando se ha ido el son esas canciones tristes que nos ponen contentos, aunque no sepamos por qué, como las de The Smiths, The National, The Magnetic Fields, de McEnroe o de Juan Wauters, pero también muchas de Mocedades o de José Luis Perales. These Days, popularizada por Nico en 1967, pero en la versión de Cat Power, podría ser una buena canción para escuchar antes de acostarse o al salir del metro, para cerrar el día de camino a casa fumando un cigarro.




