El mal de los ardientes

I

Dicen que de la piel al corazón

hay un camino tapiado de pústulas y llagas;

que su recorrido calcina y cercena

el cuerpo hasta la mínima expresión:

el amor es un parásito insaciable.

II

El dolor es una promesa de orgasmo;

el espasmo, una furiosa embestida

de animal cautivo.

Carne: bestia incomprendida.

III

Desgarrarse, abrirse a la iluminación,

ser el tajo por donde se cuela el evangelio.

El fuego anula intermediarios

de manera eficaz.

Arder es traer a dios por dentro.

IV

Toda posesión exige renuncia,

carne en carne es conflagración,

también ceniza.

No hay consumación, sin embargo.

Las entrañas son el aposento

de la brasa, no de la semilla.

V

A expensas del pulso mitigan la sed:

se seca la sangre, la carne se agrieta,

y entre el cráneo crepitan

el anatema y el dolor.

El apetito que traga su propia víscera,

solo lo apaga la muerte.

VI

Asfixia o deformación, no hay otra alternativa.

La llama se ahoga estrangulando al portador.

La amputación

es el devenir irremediable del pabilo.

Pabilo y portador: palabras encarnadas.

Antropofagia

Por su color cardiaco

la sangre es el mejor injerto

para el papel;

su tono cobrizo y febril

imprime un ardor inusitado,

aviva un apetito

antiguo y vergonzante.

En el fondo, todo anhelo

es una variante del hambre;

y aquello que amamos,

una presa potencial.

El arte se incuba

entre las tripas;

entre tajo y tajo

una verdad se cuela.

Necrosis

No hay cura para quien respira y se sentencia,

para quien lleva en el tuétano un caldo de cultivo,

para quien es, en sí mismo, enfermedad.

La víctima engendra al verdugo1,

el cuerpo es el patíbulo.

Camino al matadero

Quiébrenme la nuca, córtenme la yugular,

desángrenme como a una res carnosa.

Desuéllenme hasta dejar expuesto

el grito que me ocupa.

Quede escrito en coágulos mi testamento:

esta carne que cebó la furia

sirva de sustento a los parásitos.

No vivirán a expensas del pulso,

de las vísceras pululará el alimento,

he aquí la Tierra prometida.

Comuníquese y cúmplase,

firmo con la cal de mi osamenta.

Hado

Los trabajos de la carne son torturas,

ataduras que teje el sufrimiento,

goce que se paga con desdicha,

dicha que se apaga con el tiempo.

Trabajar la carne hasta que un día

solo queden los huesos y la ceniza

esencial para abonar la tierra.

Somos espasmo y gemido,

rúbrica y destello, somos

la semilla estéril de un fruto;

la frágil sustancia donde se amotinan

las horas, la historia y los fracasos.

Y sin embargo,

el hombre alza su frente y camina,

sin saber, a ciencia cierta, el rumbo.

Memorial

Para C. T.

Renuncia a todo consuelo,

recobra la luz difícil,

la negada voz que te fue impuesta,

la solitaria errancia de tus pasos.

No quedará roca sobre roca;

reclama, entonces, tu intemperie.

Sujeta tu armazón, retoma el paso;

descalzo sangrarás los días venideros.

Y sabrás que poco importa la belleza.

Y si te acechara la costumbre,

oponle parte de tu risa.

Que el hombre es animal

que se condena

desde el primer sollozo.

No hay dios,

ni hijo de dios que nos perdone.

No hay redención, ni tregua.

Somos eso: tumbas de carne.

Semejanzas

El gesto del sufrimiento

es semejante al del placer.

Entre el rictus y el gemido hay un parentesco.

Podría, acaso, esconder una antigua ironía

o la maestría de un dios perezoso.

Hay una oscura semejanza

entre la fortuna y el fracaso,

una trágica analogía, una equivalencia

entre el óbolo y la pérdida. Menesterosa

limosna que, al recibirla, nos desahucia.

No hay una línea divisoria entre contrarios.

De la enfermedad, la salud; del mal, el bien;

del cansancio, el reposo. Todo es sucedáneo

y todo, proclive a anularse.

Nos queda un día menos una eternidad.

¿Cuánto decimos cuando callamos?

Epitafio

Soy como son los sepulcros

que sólo conservan un nombre.

Décimo Laberio

Recobré los días con que en vano

repetí mi sombra por los sitios,

cedí toda materia al apetito

innumerable del poniente.

En cambio, llevé en las costillas un nombre

―carne descubierta por el Hierro―

y fue este, acaso, el único rastro

de mi paso por la tierra.

  1.  El prisionero, Octavio Paz.
    ↩︎

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