P
El cybercafé está en un espacio apéndice
al costado de un unimarc. No sé qué hace ahí.
La primera vez que fui fue como descubrir
América y Japón, apenas entramos fui al baño, asqueroso.
El tecleo incandescente de Java la podía sumergir
en un trance hostil a la compañía.
Cachitos apenas salidos del caparazón
bajaba un oleaje desde la amígdala
que hacía partir a un nuevo rumbo.
Una intensa energía antisocial
que parecía querer despegarse del mundo.
Cubículos privatizados con cortinas de baño
colgadas a ganchos haciendo que los consumidores
puedan ver en los cuadrados lenovo
lo que quieran de su intimidad digital.
Jugar en arenas online dejando ser las jorobas
manchas de doritos de queso, sin polera
bajo unos tubos fosforescentes que parpadean.
Q
Un pentagrama morado cubre la pantalla
superpuesto a los caracteres pixeleados
de números que anota en un papel.
Pasa de ahí a foros en chino que traduce
con la cámara de su celular, anota y anota
en una caligrafía incomprensible,
definitivamente latina.
En más de una ocasión las imágenes
me aceleraron el corazón con sufrimiento,
es mejor no describir, ya conocí un límite del morbo.
Estaba en la de seguir con mi chicle en la boca
ante todo lo que pasara, intentaba agradecer
el menú usual: sus manías pasaron a ser para mí
sendas agujas de acupuntura pinchadas
en tardes sudorosas, en la habitación sin ventilar
del cybercafé parásito apéndice de un unimarc.
–Nos pueden sacar la concha su madre por esto, Alexide,
te lo digo en serio. En la pantalla Java llega a un sitio,
letras saltarinas, anuncios clickbait de hentai
la historia de vejez de Caitlyn Jenner.
Ejecuta una terminal y un barrido despeja
los anuncios virales. Descubre un código de 32 caracteres.
Lo anota en un papel y ahora sí vuelve a regalar
una mirada acogedora.
Es de noche aunque sean las seis.
R
Mientras voy al baño miro por la ventana
la calle, mi parque, el frío afuera
pero yo aquí en mis mantas, acordándome.
Fui conociendo a Philipe en alguna de esas vidas pasadas
de este mes, más o menos el mismo que fuimos al cyber.
Normalmente se le podía encontrar en las escaleras de Salas
con otras personas que se volvieron parte de un grupo.
Un día apareció Li Tuah Ti y eso como que selló el pacto:
era especial, protegible. Recuerdo poco
de esas salidas. Nos deteníamos en un eje
y esperábamos detectar la transición de atardecer a noche,
pero la distracción era más rápida, no se puede rastrear
la velocidad del tiempo, sin darnos cuenta, todo, pronto
solo queda en una estela insuficiente en la cordillera.
Alguien temblaba primero y había que moverse,
la pálida del frío se confundía fácilmente con locura.
Te parabas hacía la luna, Java, ibas de frente a la nada
para volvernos. Se desencadenaba un dominó inverso
que levantaba a las piezas afectadas por la gravedad.
Philipe, médico de sí mismo, podía ser el último.
Le ofrecía su brazo en mi hombro para que se parara,
salíamos de Salas por un hoyo en la reja a la avenida
que a esa hora se volvía fantasmal.
Sentarse en la calzada a esperar un bus nocturno
desviado de su ruta, o caminar el resto de la noche.
Ya vivía olvidando mi casa,
a las personas con las que vivía.
S
En teoría está la precipitación ácida, en teoría aquí
todo pasa dentro de una nube opaca en las noches
de octubre. Colarse en una kermés al reinicio
del calor, pluralidades, octubre de nuevo,
y el primero de mis amigos que se hizo escort
Philipe, de antes y por siempre algodón de azúcar
disolviéndose en un muro de Berlín
que imaginamos a lo largo del río.
Nunca cachamos cómo llegó al país
Li Tuah Ti, no me acuerdo con quién apareció
en las canchas de Salas un día, lo más probable
es que la trajera Java, con sus tendencias manipulatorias
o quizás fui yo mismo, en ese tiempo
pudo haberse conjugado mi adicción a los wantanes
con un periodo de borrones, cuando yo aún era Alexide,
la estrella del deporte, y en las colinas de Peña
mi rostro se vio forzado a las juventudes babosas
que buscaban su sombra en esas oportunidades.
No hacía falta más que el deseo: abolir el pasado
hasta que fuera necesario para soportar
esas horas de poto al suelo duro
sin el abrazo de la pena.
T
Oh venerable Li Tuah Ti, banquera del mercado
tomó las bolsas en moneda de préstamo,
encarnó el contrapeso necesario para regresar
cuando un ritmo negro volvía a llevar
hacia el pantano del ogro.
Ella nos esperaba siempre para dar una mano,
incluso ahí seguía a nuestro lado cuando podría
haberse ido. Pero su compañía en el destino que elegíamos
tenía un precio, aunque no había que pagárselo a ella:
bastaba con encontrarla con su puestito
en la feria del infierno, haciendo reverencias
con sus manos en las mangas, y entregarse.
Dejar que su absoluta falta de comunicación
absorbiera el malestar, quizás solo un movimiento
involuntario del cuello o una rascada ansiosa,
algo que pudiera confundirse con un asentimiento.
La verdad es que Li nunca habló español,
ninguna sola palabra, pero las entendía todas
o eso creíamos o queríamos creer
y terminábamos creyendo. Con ella
nos saltaba el tigre a la cabeza, la lanza
salía volando desde el follaje para matarnos
y una capa de mucosa psíquica unificaba
nuestra básica noción del ying y el yang,
para volver con una frescura.
Estábamos absolutamente afectados
y es probable que eso fuera lo más lindo de todo.
