El cigarro no es algo que se deja, sino algo que se pierde. Resignada, tristemente, lo perdemos igual que a un mal hombre: por nuestro propio bien, sin importar lo mucho que nos satisfaga.
Después de fumar el último cigarrito, el cuerpo se siente mutilado. Las manos, aturdidas, tantean en torno buscando su asidera, su muleta, su amuleto. Hormiguean los dedos que lo sostenían por costumbre, como si les faltara una falange; el cigarro deviene miembro fantasma.
Entre mis relaciones, la que sostengo con el tabaco ha sido, si bien la más dependiente, también la más confiable. A diferencia de uno o dos amantes que he tenido, el cigarro nunca se pasó de listo ni me engañó; antes bien, cumplió con lo prometido: tiñó mi dentadura, redujo mi capacidad pulmonar, aceleró mi metabolismo, y, de darle el tiempo necesario, acabará por consumar nuestra relación; me dará el ahogo final, hasta ahora solo intuido, dosificado en besos malolientes.
Llegué a Madrid con la jactancia de quien ha sobrevivido a sí mismo. Cumplía dos años sin fumar y ya contaba con pruebas irrefutables de mi éxito: el cutis lozano, el aliento fresco, y claro, la condescendencia del exfumador que, incluso sin provocación, relataba los descalabros anímicos de su renuncia.
Pero lo primero que hice no bien salí del aeropuerto de Barajas fue recuperar mi vicio. No me pregunten por qué.
Atrás quedaron México y la familia, como grilletes aflojados de repente, y mis manos retomaron el ya conocido tanteo a ciegas por los bolsillos, el ansioso estira-y-afloja de los dedos, el peculiar lenguaje de señas con el que mi cuerpo extendía su plegaria: “Necesitamos un…”. Entonces me aproximé a una rubia que fumaba junto a la puerta automatizada y, concentrando mi vergüenza latina en un gesto, le pedí un-cigarro-por-favor.
Si existe la solidaridad, es la que se da entre adictos. Si hay un “sí” decidido, es el que nos da un colega del mal hábito. Si hay una sonrisa cómplice, es la sonrisa del fumador empático: el que nos comprende y mete la mano al bolsillo interior de su abrigo para sacar la cajetilla de Marlboro, igual que si la metiera al pecho y se arrancara el corazón para entregárnoslo.
Ahora me parece que algo de razón tenían los pioneros del marketing allá por los años 20 del siglo pasado, cuando comercializaron el cigarrillo como “la antorcha de la libertad” –símbolo de la emancipación femenina en Norteamérica, pequeño falo postizo para las flappers–. Porque en esa calada a la salida del aeropuerto, que sin ser la primera se sintió como tal, recuperé una autonomía a la que había renunciado.
Algo sabía, por otro lado, Ribeyro, cuando afirmó que cada cigarrillo se instituye como el perfeccionamiento de un acto: en mi acto simbólico de recaer, me restituía la soberanía de matarme por mi propio gusto; pero también me suministraba la perfecta vergüenza. Quien haya reincidido en alguna adicción sabrá a qué me refiero: uno se decepciona de sí y, al mismo tiempo, se siente en pleno control de su destino. Tonto sentir, si consideramos que el cerebro del adicto está químicamente comprometido, así que la toma de decisiones no deriva del libre albedrío o del razonamiento objetivo, sino del síndrome de abstinencia.
En este momento me digo a modo de cínico consuelo: Incluso el mundo actual recae en vicios presuntamente superados. Resurgen los discursos nacionalistas y las consignas de odio. Se manipula la verdad y se crean enemigos comunes. Se erigen tiranos temperamentales y se reorganizan las fronteras. La civilización parece tener sus adicciones. A la redundancia, sí. Pero también a la autodestrucción. Y al olvido.
También el fumador reclama alguna dosis de olvido necesario. Cuando en alguna ocasión social, por ejemplo, el vicioso se separa de los amigos para evitarles las molestias del humo, ¿no le está dando la espalda a la realidad por un momento? Durante esa breve pausa, el fumador se desentiende de los demás y va a reunirse consigo mismo: solo, de pie en la esquina de cualquier calle, se despreocupa del entorno, y en ese pequeño olvido de lo inmediato recuerda y recupera: ¿cómo se llamaba aquel perro artrítico de mi abuelita?, ¿quién habrá ganado el último Eurovisión?, ¿cómo decía el poema ese que hablaba del “arte de perder”?
Puede que no seamos adictos al cigarro, sino a los episodios de recogimiento que nos ofrece. Fumar bien podría ser el pretexto perfecto del esquizoide y del misántropo para evitar, evadir y evadirse. Quizá por ello, el escritor –otro tipo de esquizoide– es la víctima perfecta de la industria del tabaco.
Mientras escribo esto, por ejemplo, he hecho al menos cinco pausas para recrearme en el humo, y mientras releo la frase anterior, presto especial atención al verbo “recrear”. ¿Qué se recrea mientras fumamos: la memoria, la imaginación o la libertad? En lo personal, mientras fumo en la calle me imagino fumando: ¿luciré bien entre bocanada y bocanada?, ¿le resultaré anacrónicamente encantador a los jóvenes peatones, tan saludables?, ¿qué pensarán de un servidor las chicas runners que pasan a mi lado a toda velocidad?
El fumador y el escritor, me parece, compartimos una misma ansiedad: nos preocupa lo que el mundo piense de nosotros.
*
Antes de mi recaída me hallaba en una suerte de problemática lucidez. Comprendía que mi salud repuntaría de inmediato sin el tabaco, pero me enfermaba la angustia del síndrome de abstinencia. Mi sentido del gusto se agudizó, pero las comidas se sentían incompletas sin el cigarro con que solía ponerles fin. Respiraba mejor, sí, pero había perdido mi otro aliento: no encontraba las palabras.
Tan pronto como me sentaba ante el ordenador, mis manos eran pájaros rastreando las migajas del intelecto: planeaban sobre el teclado sin aterrizar nunca. Mi pensamiento se enroscaba en la ausencia del pequeño objeto al que solía asirme, y que ya no me atrevía a nombrar por miedo a extrañarlo todavía más. Me reconfortaba a veces, y pobremente, la idea de que me estaba obligando a encaminarme a la plenitud; forzándome a convertirme en un hombre consciente y sano. Pero lo cierto es que, en esos momentos, y más que nunca, me parecía una injusticia la prisión que era habitar un cuerpo mortal.
En mi fuero interno, le reprochaba a la industria humana su fracaso: ¿por qué era capaz de producir leche sin lactosa, pero no un tabaco sin muerte?
Traté de refugiarme en la escritura de microrrelatos, aunque sin éxito. No conseguía estructurar una sola frase luminosa, ni mucho menos construir alguna escena nítida. Y cuando releía mis cuentos publicados –escritos con la nicotina y el alquitrán como combustibles–, cuestionaba la legitimidad de mi talento: ¿había sido el cigarro coautor de mis libros?; y de serlo, ¿podría arreglármelas en el futuro sin él?
Al síndrome de abstinencia se le sumaba entonces el síndrome del impostor. Y llegué a pensar –el adicto es un místico–, que solo a través del humo había llegado a entrever las imágenes diáfanas, contundentes, que precisa la narrativa:
“La literatura –escribí por aquellos días en mis notas– es el trance de un lento, dosificado suicidio”.
Pero ¿no es ya el vivir a secas, a merced de los hombres ingratos y las grasas trans y la radiación solar, otro lento y dosificado suicidio?
Recordaba entonces a Paul Sheldon (el protagonista de la adaptación cinematográfica de Misery): ese escritor que se permitía un cigarro solo tras haber puesto punto final a una obra. Y me engañaba creyendo que, tal vez, podía pactar conmigo en los mismos términos. Sin embargo, no me fue posible hacer fin del medio: sin fumar no podía escribir la obra que me granjearía el derecho a… fumar.
Me resigné a leer y anotar pasajes admirables –para mal– de novelas escritas por mis contemporáneos. Y eventualmente conseguí, no ya escribir, sino redactar unos cuantos ensayitos. La cadencia, sin embargo, se había esfumado de mi fraseo, y quedé a merced del ripio, la cita, el parrafismo reciclado.
A menudo pensaba en Alejandro Zambra y lo que decía en Yo fumaba muy bien: “Los cigarros son los signos de puntuación de la vida”. Y corroboraba que no solo mi prosa se había tornado arrítmica; también mis interacciones en sociedad y mis relaciones. Porque los fumadores tenemos por mayoría amigos fumadores, por supuesto, y abandonar el vicio es una pequeña traición a esos vínculos. A los acostones que se invocaron al fuego del primer cigarro compartido afuera de una disco o de un salón de clases. A las confidencias entre carnales que solo han podido relatarse a la luz antediluviana del mechero.
Yo había perdido los cigarros punto que cierran el día.
Los cigarros coma, esparcidos entre los episodios de la jornada.
Los cigarros paréntesis (que vienen entre una cerveza y otra en las noches de fiesta).
Pero, más importante, había perdido el cigarro dos puntos: mi favorito porque que anticipa el largo aliento prosístico y admite la perorata, así sea con fines estéticos; porque es una invitación al flujo de las ideas, anticipando el suspenso de lo que se dirá a continuación, junto con el privilegio de cambiar el destino de una frase; ese que abre las posibilidades del lenguaje porque es signo de insatisfacción, de rebeldía contra la telegrafía –sujeto, verbo, predicado, punto– que se ha puesto de moda entre los malos escritores también puestos de moda; los dos puntos que se resisten al punto final, tan decepcionante.
Perdí el cigarro como si con ello ganara la capacidad de vivir más y con mayor virtud. Como si no pudiera matarme un autobús a 100 kilómetros por hora o un parásito estomacal o una malformación congénita del corazón o una trágica predisposición a la leucemia o un susto que resultara en una diabetes de vieja o la estupidez atómica de Donald Trump.
Como si la renuncia al placer me dignificara ante alguna Secreta Sociedad de la Salud, o como si depurase mi karma, perdí el cigarro y mendigué por alguna garantía de prolongar mi existencia, cuando la verdadera extensión del escritor está en su obra.
Perdí el cigarro en México. Pero lo recuperé al tiempo que recuperaba la escritura en Madrid. Y aquí, en Madrid, me digo: Cigarros más, cigarros menos, uno vive y vivirá en lo que escriba –y alguno morirá por lo que escriba, si permitimos que las buenas conciencias de los nuevos fascismos nos censuren.
La mejor definición de la literatura es la que dio Oscar Wilde, del cigarro, en El Retrato de Dorian Gray: el tipo perfecto de placer; por exquisito y porque lo deja a uno siempre insatisfecho. ¿Qué más se puede pedir?

