Otra vez

Ay, ven devórame otra vez
Ven devórame otra vez
Ven castígame con tus deseos más
Que el vigor lo guardé para ti

Siempre pensé que el “más” era un “ma”. Pero me dio por buscar la letra cuando el carro arrastró la canción por mi calle hasta que se desvaneció al doblar la esquina. O tal vez se cerró la ventanilla y la canción siguió sonando por dentro. Una ráfaga de viento entró por mi ventana, abierta solo hasta la mitad pues el monitor del computador obstaculizaba su apertura completa, y me trajo un olor a pasto fresco recién podado.

Mientras esperaba a que me avisaran que ya podía bajar, salí un momentico al balcón. Eran las cinco de la tarde, la hora perfecta para recibir la brisa suave que viene de ese mar que todo el mundo, cuando llega por primera vez a Cali, pregunta dónde está. Un viento suave que atraviesa los altos farallones hasta aterrizar en la ciudad y que acaricia las caras, envuelve los cuerpos y se mete entre las piernas para convertirse en música. Es una salsa que se comienza a escuchar cada vez más alto a medida que las nubes se ponen rosadas y el cielo se torna violeta. Es cuando las chicharras y las lagartijas comienzan a cantar dentro y fuera de las paredes hasta que anochece. Las gruesas raíces de los samanes se afanan por poder despegarse de la tierra para seguir entrecruzadas en cualquier salón de baile. Y las luces de las casas que cubren los cerros titilan y hacen que, si uno mira hacia allá, parezca un pesebre de Navidad en tamaño real.

A lo lejos, comienza a llegar una vibración progresiva que la tierra y el asfalto expulsan, que corre con el aire, y la ciudad tiembla a medida que se va oscureciendo. Se alcanza a oler el humo del cañaveral recién quemado, que es también el olor de los cuerpos que quieren arder en esa noche recién prendida, la noche peligrosa y desafiante de Cali.

De pie, todavía apoyada en el balcón, sentí cómo iba saliendo a las calles la constante amenaza de rumba, felicidad y tragedia. Miré hacia las montañas y me acordé de esa promesa que me hice antes de irme por primera vez, la de que algún día subiría hasta el pico, no para ver la ciudad desde arriba, sino para encontrar el mar.

Mete la mano en el bolsillo
Saca y abre tu cuchillo y ten cuidado
Pónganme oído en este barrio
Muchos guapos lo han matado
Calle Luna, Calle Sol
Calle Luna, Calle Sol

El taxi era amarillo quemado, casi zapote, un tipo de naranja que solo podía ver allí. Una de las puertas de atrás estaba un poquito suelta y una llanta bajita hacía que el carro se inclinara hacia un lado. Me fijé en las pegatinas brillantes de Jesucristo y de la Virgen María que llevaba en la parte de atrás. En otro momento hubiera criticado el mal gusto, pero ahora me generaba ternura ese estilo tan posmoderno.

El conductor, un señor con bigote que tenía puesta una camisa raída color azul pastel, se inclinó hacia delante y sacó medio torso por la ventanilla para abrirme la puerta desde afuera. Cuando entré y la cerré, el carro se movió como si tuviera un resorte por dentro. Buenas, lo saludé.

—Buenas tardes, señorita. Cuénteme, ¿adónde vamos?

Me di cuenta de que había pedido un taxi y ni tenía la dirección a mano. Tuve que rebuscar en el historial de WhatsApp hasta que la encontré.

—Eso es por la carrera séptima, ¿cierto?

—Sí, señor.

—Uf, vamos a ver por dónde nos vamos para que no nos coja el trancón de esta hora.

—Listo, muchas gracias.

En el primer semáforo, casi que salté del asiento por la fuerte exhalación del bus viejo que se había detenido a nuestro lado. Hace mucho que no veía esos buses de antes, que se nombraban según sus colores: el Papagayo, el Blanco y Negro, el Crema y Rojo o el Gris San Fernando. Los habían retirado hace tiempo, cuando habían comenzado a circular los del MIO, el nuevo sistema articulado de transporte que había empezado a funcionar justo un par de años antes de irme. Me alegré cuando empezaron a sustituir a esos viejos buses. Los culpaba por los trancones y los señalaba como agentes principales de la contaminación en la ciudad, detestaba ese humo negro que les salía por arriba y por abajo cada vez que se paraban en un semáforo. Hacían mucho ruido, estaban sucios, destartalados, pero reconocer uno, tan de cerca, como si fuera un animal prehistórico, me hizo sentir una nostalgia feliz.

En esa espera nos rodearon entre setenta y cien motos. Ni siquiera se alcanzaban a reconocer las placas de los carros que estaban delante. Volví a sentir esa impaciencia que me causaban el ruido de la calle y de los motores. Me molestaba sentir que el olor a gasolina se quedaba pegado a mi piel a causa del bochorno. Era como esa atmósfera caliente del mediodía de Cali, que presiona las cabezas y lo vuelve a uno más irritable, malhumorado, aumenta las ganas de pitar en cada semáforo o trancón que haya. Es un calor que creo que hace a la gente más violenta y que sobrevive hasta que por fin esa brisa de las cinco logra aliviar.

No parecía que el carro tuviera aire acondicionado, así que puse el bolso debajo de mis piernas y mantuve las ventanillas abajo. Esperé a que me entrara algo de viento cuando el motor se pusiera en marcha.

Están cayendo
Están cayendo
Hojas blancas en mi cabellera
Y mi cuerpo, sí, se sigue agotando
Cada día más y más

—¿Y la señorita de qué parte nos visita?

Cada palabra la pronunció intencionadamente, de forma clara y redonda. No sabía si pretendía que se entendiera bien lo que me preguntaba o si quería añadir cierto tono de optimismo de bienvenida, como a veces hacen los guías turísticos antes de comenzar una ruta. Supuse que la pregunta se debía a que no le había indicado por dónde ir. Le respondí que era de Cali y tuve que recurrir a añadir un “ve” al final de la respuesta, fórmula fácil y forzada que utiliza todo el mundo cuando dice que es de Cali o cuando alguien pregunta si es de Cali, ve. En cualquier caso, me negaba a pensar que la pregunta fuera por mi acento.

Están cayendoooo. Terminó la canción y me acordé de la primera vez que la había escuchado. Mi mamá se acababa de ir a vivir sola y había aprendido a usar YouTube para poner música. Una tarde que estábamos con mi hermana, le dio por ponernos las últimas canciones que la estaban acompañando por las noches o los domingos cuando le llegaba la soledad. Se puso a bailar la canción y nos dijo que esta era su favorita de El Gran Combo. Le puse cuidado a la letra y la miré bailar. Tenía la piel flácida, pálida, era verdad que tenía más arrugas que la última vez. No sabía por qué le gustaba tanto esa canción, si era por los recuerdos que le traía o porque ahora se sentía identificada con la letra.

            Llegamos al trancón de la Sexta. Es una avenida larga, tiene un montón de palmas altas a cada lado y, en medio de los edificios se mantiene todavía un lote vacío. Todos los lunes por la mañana, de camino al colegio, veía a una pareja repartiendo, desde el carro parqueado, aguapanela y mogollas a las personas de la calle. Cuando volvía a pasar en el bus de regreso, me imaginaba que eran los años 70 y que estaba atravesando una avenida en California. Las palmas altas, el motel Condoricosas con sus esculturas falsas en la fachada decadente reproducían un vídeo en mi cabeza con la canción “Hotel California” de fondo. Años después, en un bar de Madrid, me enteré de que existía una versión de salsa.

On a dark desert highway, cool wind in my hair
Warm smell of colitas rising up through the air
Up ahead in the distance, I saw a shimmering light
My head grew heavy and my sight grew dim, I had to stop for the night

Nos fuimos acercando a la fiesta. Mis rodillas empezaron a chocar la una con la otra, la planta de los pies estaba tan fría que dudé de si iba a poder levantarme. Tampoco iba a poder hablar pues sentía que la lengua se doblaba hacia atrás y se tragaba a sí misma. Eran los nervios antes de llegar a la fiesta. ¿Cómo iba a saludar? ¿Quién iba a estar? ¿Será que iba demasiado arreglada? Identifiqué la casa por el altavoz grande que retumbaba a pie de calle y del que salían luces azules, verdes y rojas. El volumen era tan alto que el cono parecía que fuera a estallar.

Ella y yo
Dos locos viviendo una aventura castigada por Dios
Un laberinto sin salida donde el miedo se convierte en amor
Somos marido ella y yo

Saqué unos billetes arrugados de mi billetera. Eran los de antes, los que todavía no tenían animalitos, sino figuras emblemáticas de la Patria. Como había logrado desenvolver mi lengua, le di las gracias al conductor y me bajé del taxi teniendo cuidado de no tropezarme al subir al andén.

Había personas mayores, niños y mucha gente del colegio. Me ofrecieron gaseosa. Elegí manzana Postobón y me la sirvieron en un vasito desechable. En la mesa también tenían papitas, platanitos y chicharrones de paquetes de Detodito. Me senté con el grupo de mi clase que estaba en la esquina. Me dieron aguardiente en vasitos pequeños y brindamos varias rondas seguidas. Mientras tanto, observaba a la gente bailar bachata y me negaba a salir cuando me ofrecían la mano.

No era solo el tipo de baile de la bachata lo que me hacía sentir cohibida sino que, si no estoy lo suficientemente borracha, siento que mi cuerpo se convierte en una nevera, esquinada, fría, angulosa y tosca. Sin embargo, cuando sonó “Dile al amor”, me empezaron a chorrear las lágrimas, como si la escarcha del congelador se hubiera empezado a derretir. No era la letra de la canción la que me hacía llorar, eran esos cuerpos que se deslizaban suavemente como poseídos por la brisa que había decidido quedarse confinada en ese patio.

Esas personas, cuando bailaban, de repente perdían todo signo de maldad. Ahora sus miradas eran dulces y lo único violento que había en sus cuerpos era el golpe contra la baldosa de la punta de los pies cuando sonaba alguna salsa. Las canciones seguían siendo las mismas y saberse la letra era un paso más, uno que yo me sabía torpemente. Las parejas cambiaban antes de que acabara la canción y admiraba cómo la transición era tan fluida como todas las variantes de los cuatro pasos básicos, los únicos que yo había aprendido a bailar con el palo de una escoba de pareja.

Le había pedido a mi hermana que viniera a recogerme entre las diez y once de la noche. Cuando por fin llegó, me subí al carro aliviada de haber vuelto a terreno familiar. No nos queríamos ir a la casa todavía, así que seguimos montadas en el carro y empezamos a poner canciones que cantábamos de pequeñas con cierta rebeldía pues las considerábamos canciones de adultos.


Yo no soy esa mujer, que no sale de casa
Y que pone a tus pies lo mejor de su alma
No me convertiré, en el eco de tu voz
En un rincón
Yo no soy esa mujer

Volvimos hacia el sur, atravesamos Ciudad Jardín y llegamos hasta Pance. La carretera ya no pasaba por potreros vacíos con carteles grandes que anunciaban que no estaban en venta, y en donde uno podía ver alguna que otra vaca protegiéndose del sol bajo árboles raquíticos. Ahora, en cambio, había filas de casas uniformes en ambos costados de la carretera. Sus ventanas estaban cubiertas por grandes luces estroboscópicas de colores y, en los portales, se sostenían muñecos de nieve inflables y figuras en tamaño real de Papá Noel sentado en un trineo, arrastrado por unos renos de nariz roja.

La zona se había convertido de pronto en un barrio más de Cali. De repente teníamos más probabilidades de que se acercara una moto y nos amenazara con una pistola para pedirnos el celular o la billetera. Tuvimos que quedarnos con la música por dentro y recordé las noches en que la libertad era bajar las ventanillas y que nuestro tío nos llevara a dar vueltas por lo que antes considerábamos “las afueras”. Nos dejaba subirle el volumen a la música y cantarle a las vacas de los potreros todas esas canciones en inglés cuyas letras nos inventábamos. Fue esa misma libertad la que sentí, años después, en mis primeros paseos por Madrid. Podía dar las mismas vueltas, pero caminando. Escuchaba la música en el celular y no tenía miedo llegar a algún semáforo y que me estuvieran amenazando con la boca oscura de un revólver.

Llegamos a la entrada del edificio, nos bajamos del carro y vimos que ya estaba empezando a amanecer. Era la misma hora en la que nos solía recoger el bus para ir al colegio. Se había clareado el cielo, pero la luna seguía ahí. Las personas salían con los perros, los niños arrastraban la maleta con rodachines y se escuchaban los cantos de algunos pájaros que mi hermana podía nombrar al primer piar. La casa olía a café y mi papá estaba sirviendo la papaya de los pájaros en la terraza. Mientras nos hacía el desayuno, subí a terminar de empacar la maleta. Tal vez era por el trasnocho, pero   quise escuchar “House of the Rising Sun”, una canción que siempre había pensado que era perfecta para llegar por la mañana a la casa después de una rumba en Cali.

Well, there is a house in New Orleans
They call the Rising Sun
And it’s been the ruin of many a poor boy
And God, I know I’m one

Acompañé a mi papá a sacar al perro. Por suerte esta vez no lo defraudé cuando me preguntó por el nombre de diferentes árboles, me había servido la práctica de esas semanas. Pude reconocer con facilidad todos los que no eran samanes, ceibas o guayacanes. Una vez tuve todo listo para irnos al aeropuerto, me quedé mirando hacia la ventana de mi cuarto, como si estuviera viendo un cuadro en un museo por primera y última vez. Cómo cambiaba el panorama cuando era de día. Los cerros estaban pelados debido a la sequía, las casas estaban tan destartaladas que hasta se podía llegar a ver cómo era la miseria que las habitaba por dentro. Sin las luces y sin la música de la noche, no parecían las casitas con las que uno decoraba el pesebre de Navidad, ahora solo se veían como una invasión inmensa en la montaña.

Antes de pasar el control comprobé que tenía todo. Ya no tenía que presentar el registro civil sellado ni el permiso de mis papás en el que me dejaban viajar sola siendo menor de edad. Me acordé de la primera vez, cuando me sentí como en la película Matilda, en esa última escena en la que su padre le pide que se agache para apoyar y firmar en su espalda el permiso de adopción de su profesora, la señorita Honey.

Nos abrazamos, nos dijimos que nos queríamos mucho. Las despedidas se hacen rutinarias y los abrazos son cada vez más cortos. Quizás tantos regresos hacen que uno confíe en que se volverán a ver pronto pues ha visto que es cierto eso de que el tiempo pasa volando. O tal vez se pierde el dramatismo de cuando uno se va mucho tiempo de viaje. El regreso se convierte en una visita. Contuve las lágrimas que querían escaparse y las liberé cuando me di la vuelta después de verlos por última vez para guardarme la foto en la cabeza.

Cuando aterrizamos y ya no tenía que elegir qué última canción escuchar si se caía el avión, decidí ponerme la versión de José Feliciano de “California Dreamin’”.

California dreamin’ (California dreamin’)
On such a winter’s day (California dreamin’)
On such a winter’s day (California dreamin’)
On such a winter’s day
Oye mira yo quiero gozar en California
Oye mira yo quiero gozar en California
Porque yo me siento tan bien

El acento en el tren de la T4s no me generó ningún tipo de extrañeza. Los primeros años sentía que me golpeaba un viento frío en el pecho cuando escuchaba hablar a la gente en el vagón. Esas voces eran una confirmación de que ya estaba a miles de kilómetros de Cali, con las dimensiones del Atlántico entre medias. Ahora incluso sentía familiaridad y cercanía. No tenía miedo a que el resto de las personas me escucharan hablar y que mi acento resaltara por no ser de allí. Si los policías me oían o si tenía que responder a alguna pregunta, el pasaporte que presionaba entre las manos me daba la seguridad de hablar como quería sin tener que dar ningún tipo de explicación.

Ay, ven devórame otra vez
Ven devórame otra vez
Que la boca me sabe a tu cuerpo
Desesperan mis ganas por ti

La canción se desvanece cuando el carro dobla la esquina y el sonido se convierte en un rastro de polvo. Desaparece el olor a pasto recién podado, no escucho pasar ningún motor y tampoco huele a gasolina. Saco la cabeza y busco el atardecer. Esta vez el cielo no se va poniendo morado y las luces tampoco titilan. Todo sigue igual, en silencio. Solo escucho buses lejanos y a algún vecino o vecina cerrando la puerta del portal. Todavía me quedan dos horas para seguir conectada. Le subo el brillo a la pantalla del computador y activo el sonido. Tilín, pip, tilín, pip. El correo, el chat, un recordatorio de reunión en media hora.

Abro el calendario para ver cuántas semanas me quedan para cumplir treinta años. Me doy cuenta de que estamos a 19 de septiembre. Inmediatamente, abro una pestaña nueva y ficho la salida. ¿En qué me he convertido? La música, la brisa de la tarde, el olor del café molido al amanecer y las voces de mi papá, de mi hermana y de mi mamá pertenecen a una realidad paralela. Aparecen en mi cabeza como figuritas que intento agarrar con mis manos y se desvanecen entre mis dedos. Quiero atraparlas con mis pensamientos, apretándolas fuertemente, pero cada vez que me acerco, se hacen más chiquitas y no las puedo coger.

Se cumplen doce años de haber llegado. Recuerdo la primera mañana en que me desperté sola en la residencia. Me había puesto una blusa estampada con la cara del Che Guevara que mi hermana me había regalado en Cuba, en el viaje de despedida que habíamos hecho los cuatro antes de irme. Bajé a comprar algo en la panadería de enfrente, La Oriental, para llevarme a desayunar al parque y sentir que, ahora sí, ya estaba en España.

Pedí un “jugo” de naranja y un cruasán. Me dieron un “zumo”, en botella, y me entregaron el cruasán, frío, en una servilleta. Resignada con el desayuno que me habían dado por cinco euros, unos veinte mil pesos, continué mi camino hacia el parque del Oeste. Vi una roca que parecía lo suficientemente amplia para sentarme a desayunar allí, pero cuando me estaba acercando se me atravesó un señor que, con un alarido, me dijo que supiera yo, señora, que el Che Guevara había sido un verdadero psicópata, que había asesinado a miles y miles de niños. Terminó con un bufido y se dio la vuelta.

Seguí hacia la roca y, cuando me senté en la superficie, pensé que, aunque no sabía si aquel señor tenía o no razón, él ignoraba que esa camiseta me la había puesto solamente porque había sido un regalo de mi hermana y que, con ese alarido, el hombre me había dado tanto miedo como si fuera un asesino de niños, jóvenes, adultos o ancianos. El susto me había quitado el apetito. Para intentar olvidarme de lo que acababa de pasar, miré hacia los árboles que estaban al frente. Eran tan parecidos entre ellos, uniformes en cuanto al tamaño del tronco, y la forma y los colores de las hojas eran casi iguales. No parecían árboles que quisieran despegar sus raíces para irse a bailar. Me parecieron muy difíciles de diferenciar a pesar de que no supiera cómo se llamaban. Pasaron algunos minutos, pero el corazón me seguía palpitando muy fuerte. Me vino a la cabeza una frase de Esther Greenwood, la protagonista de La campana de cristal, y decidí seguir su ejemplo. “Respiré hondo y escuché el antiguo reto de mi corazón. Soy, soy, soy”.

Cierro la sesión de mi usuario, doblo el portátil y apago el monitor. Bajo los pies que tengo encaramados en las patas de la silla de oficina, los apoyo en el suelo y me cubro los ojos con las manos para que, aunque estén cerrados, todo quede verdaderamente oscuro. Soy, soy, soy.

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