Narciso KitKat

narciso rodríguez

He cubierto todos los espejos de mi casa. Ayer una amiga me llamó narcisista. Le dije que estaba equivocada. El narcisista es poeta y se contempla en un estanque cristalino. Cómo voy a ser yo esa flor si vivo en un mar de cemento y ladrillo y raíles de metro. Si trabajo y voy al gimnasio y dono sangre. Si no duermo porque todas las noches escucho el tren pasar. Si escucho jazz africano y voy a fiestas donde bailo con gente y ahora que lo dices el otro día en una de esas fiestas creo que conocí a mi vecino. No sé si era él. No le conozco. La cosa es que el tren no pasa enfrente de mi casa sino de la suya. Eso fue lo que él me dijo. Se quejó del ruido. Qué pesado. A nadie le interesan sus problemas. Y además, ¿quién se ha creído? Es evidente que en mi casa retumba más el ruido, por las ondas que atraviesan, mi cama vibra más que mi dildo, y de todas formas no sé por qué le conté esto a mi vecino. Es feo y bajito y no me interesa. Nadie me interesa. Tengo demasiados problemas, demasiados traumas, demasiados libros a mis espaldas, y no me interesa nadie que no sea yo misma. Todo lo que me rodea soy yo misma. Cuando voy por la calle sé que me rodean cabezas de colores, calvas, con gorritos, a cuadros, puestas y descompuestas, pero yo sólo veo una.

A veces hago un ejercicio, intento pensar en lo que piensan los demás. Pero no me sale. Entonces hago el mismo ejercicio pero al revés. Pienso: ¿en qué pienso?

¿Pienso en lo que le preocupa al director de Marketing de Coca-Cola? No.

¿Pienso en cómo le sabe el helado a esa señora calva con pendientes rojos que pasa en frente de mí? No.

¿Pienso en cómo se encuentra mi amiga la cual —y eso lo sé porque me lo ha dicho— sólo piensa en Gillettes y serpientes de cascabel y puentes muy pronunciados? Tampoco.

Entonces, ¿en qué pienso?

Miro a la persona que está sentada al lado de mí, enfrente de mí, detrás de mí. En ellos seguro que no pienso.

Si todo lo que me rodea soy yo misma, todo lo que me rodea soy yo.

Soy la corteza de ese árbol.

Soy la lente de esa cámara.

Soy el pis de ese perro.

Soy esa bolsa de Zara pero más inteligente y más humana y con más valores.

¿Qué soy? ¿Quién soy?

Soy un iced latte, soy unas zapatillas de adidas, soy lo que como y cómo me visto y soy lo que pienso y soy insegura.

Soy una vela que baila sola ensimismada autocompasiva. Mientras bailo me abrazo los hombros y me digo qué bien lo has hecho, cuánto has sufrido y qué lista y qué guapa y qué bien me ha caído esto que llevo encima. Creo que ya estoy curada, que ya estoy preparada, en cuanto llegue a casa voy a quitar las sábanas y las toallas y las telas, voy a despejar todos los espejos y voy a mirarme y voy a asomarme y voy a precipitarme sobre ese cristal.

mundo esnob

Tengo una cajita llena de pastillas mezcladas con chocolates. 

Mis dedos rebuscan entre las pastillas, observan sus dibujos, leen sus mensajes.

Son mensajes largos.

Me encantaría contártelos al igual que me encantaría contarte lo que nunca me he atrevido a contarte. Pero no te lo puedo contar. No te lo puedo contar porque lo que tengo que contar es demasiado interesante para que lo comprendas, ¿comprendes?

Me encantaría leértelos al igual que me encantaría leerte a tí. Pero no puedo leértelos. No puedo leértelos porque lo que alcanzo a leer es tan poco interesante que no vale la pena.

Estamos en una galería en Carabanchel. Estamos en el opening de una galería. Azul celeste, paisaje ladrillista, pero aquí dentro todo es blanco, blanco y negro. Estamos mirando una silla de hierro forjado. Tiene las patas deformadas. Dobladas de tal manera que las patas, como las pastillas, nos lanzan mensajes.

Silla.

Ese es el mensaje.

Le digo a la artista: Bua, qué pasada, ¿no? ¿Qué interesante, no, esta silla?

Llevo un vestido negro. Unos zapatos negros. Unas gafas de sol negras. Voy a juego con la silla.

Ir de negro me da misterio, me vuelve hermética y digna de secretos.

Entre la gente, entre los cuadros y los espacios y los vasos de vino natural, hay una chica, una performer, que está pensando algo. Sé lo que está pensando porque la conozco. Tiene ganas de cambiarme las gafas por unos prismáticos y de taparme la boca con celo.

¿Te puedo tapar la boca con celo?, me pregunta. Es para mi performance.

Me tapa la boca y me tumba sobre una camilla.

Me dice: No me puedo creer que te hayas dejado tapar la boca. Con lo que te gusta hablar para no decir nada, para no contar nada, porque todo es demasiado esotérico, demasiado abstracto y no se puede explicar. Pero, ¿sabes lo que creo?

Que te crees terriblemente intelectual y esotérica y, en realidad, no haces otra cosa que complicarlo todo como excusa para no mirarte. En realidad, te vistes de negro para verte más delgada. Y te pones gafas negras para que no descubran tu irremediable sencillez.

Es que no lo entiendes, respondo. Es que no me entiendes. Es que no puedes entenderme. Voy al baño. Ahora vengo.

En el baño vuelvo a rebuscar entre las pastillas.

Ya no quedan pastillas ni mensajes, pero quedan chocolates.

Me tomo uno. Salgo y vuelvo a la galería. Ahora lo veo todo igual pero con más brillo, mucho más brillo.

¿Cómo puede brillar tanto la ausencia de color?

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