Una sociedad gobernada por reglas, pero que carece de juicio moral individual, es más peligrosa que una sin reglas, dice Ai Weiwei en su artículo What I Wish I Had Known About Germany Earlier.

El artículo del artista Ai Weiwei, escrito tras su breve paso por Alemania, me dejó pensando. Algunas de sus observaciones resonaron profundamente con mi experiencia aquí. Sin embargo, al leerlas, pensé que bien podrían aplicarse a casi cualquier país. Entonces, ¿qué las hace tan ciertas en el caso alemán?

Hace poco participé en una residencia en Inglaterra, donde conocí a muchos colegas de la traducción literaria. Durante las presentaciones, las preguntas se repetían: «¿Por qué vives en Alemania?», «¿Te gusta?». Llevo casi nueve años aquí. Dejé Chile a los veintiún años, en mi último año de universidad. Viví todos mis veintes en Alemania; aquí me hice adulta, aquí tuve esas experiencias que me marcaron y me hicieron quien soy.

Sin pensarlo, siempre hacía una mueca. Well… risas. No podía mentir y decir que sí. Qué descaro sería afirmarlo, sabiendo que todos los días me quejo al menos una vez del frío, de la gente, del invierno, de la burocracia, del racismo…
«¿Y por qué vives allí?», insistían.
Buena pregunta.

Intenté reconectarme con mi yo de veintiún años, recién llegada a este país, independizada por primera vez.
La verdad: el primer año fue idílico. Estaba becada, no tenía que trabajar, las clases en la universidad eran más relajadas, tenía tiempo libre, salía de fiesta todos los fines de semana, conocía gente de todas partes. Viví la mayoría de las “primeras veces”.

Como la primera vez que me sentí segura caminando sola, de noche, después de una fiesta, de regreso a casa. Por primera vez fui libre, liberada de ese miedo constante de que algo malo pudiera pasar. Al principio no lo aceptaba y sentía miedo al cruzar un parque oscuro, pero con el tiempo comprendí que no había necesidad. Podía caminar libremente.

También fue la primera vez que pude vestirme como quisiera. Si hacía calor, usaba minifalda o shorts, porque acá nadie me tocaba la bocina ni me gritaba obscenidades. Al fin pude vestirme como siempre había querido, sin miedo al acoso callejero. Ese sentimiento me dio libertad. Antes de ser mujer, soy persona. Aferrada a esa sensación, quise quedarme para siempre. No quería abandonar algo que pensé que jamás tendría.
Entonces no me fui.

De un año a otro, ya no era estudiante de intercambio, sino inmigrante. En busca de trabajo, aprendí de a poco los fríos procesos burocráticos necesarios para vivir bien aquí: cada decisión, cada permiso, cada error llega en un sobre blanco con sello oficial. «Le llegará una carta con un código que debe activar en la página web; al activarla, le llegará otra carta con una cita que deberá confirmar por teléfono; en la cita deberá tener…»
Una maquinaria con pasos innecesarios, con funcionarios sin disposición a ayudar, que no te saludan al entrar, que nunca sonríen; y si te falta algún documento, te echan sin pensarlo, aunque de ello dependa tu vida [aquí].

Pasaron cinco años y me di cuenta de que no tenía amigxs alemanes. Todo mi círculo era extranjero, como yo. Entre algunos incluso hablábamos alemán: el idioma no era la barrera.
Y de a poco, comencé a experimentar otras primeras veces.
La primera vez que me llamaron Scheiß Ausländer, extranjera de mierda.
La primera vez que me dijeron que era una «buena extranjera» porque trabajaba y hablaba el idioma.
La primera vez que me preguntaron qué era, refiriéndose a mi raza: Was sind Sie?
La primera vez que me trataron como si fuera estúpida.
La primera vez que me sexualizaron por venir de Latinoamérica.

La primera vez que sufrí racismo en el trabajo.


Ahora antes de ser persona, soy extranjera.

En los pocos días de calor al año, bebiendo cerveza con mis amigxs en el parque, me siento feliz, viviendo en esa burbuja donde todos compartimos sentido del humor, donde hablar es ligero, fluye, sin esfuerzos.
Pero al salir de esa burbuja, vuelven los choques culturales. Silencios incómodos, almuerzos en el trabajo donde nunca nadie me pregunta algo, muy rara vez preguntan cómo estás, qué tal tu fin de semana, si te pasa algo.

La distancia y la impersonalidad —ese eterno cliché sobre los alemanes— no son simple frialdad, sino un modo de no invadir, de mantener aquel orden que tanto les enorgullece. Pero ese orden se vuelve agobiante. Ahoga.
La sociedad, las relaciones sociales, funcionan igual que la burocracia.
Si eres mi colega, no te pregunto por qué estás triste.
Si necesitas ayuda en la calle, no me acerco, porque no se invade el espacio privado del otro (Privatsphäre).

Como escribe Ai Weiwei, una sociedad que valora la obediencia sin cuestionar a la autoridad está destinada a convertirse en corrupta.

Y hoy, con la renovada popularidad de la extrema derecha y el discurso antiinmigración instalado en el centro del debate político alemán, esa obsesión por el orden resulta más inquietante que nunca.

En esa burbuja que intentamos construir en un ambiente tan hostil, lo que realmente buscamos no es pertenecer, sino simplemente respirar, ser personas y acompañarnos.

Sin esa burbuja, no podría vivir aquí.

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