“—Dios —dijo—. Dios, ¿querrás ayudarnos, Dios mío? —dijo.”
Raymond Carver – La esposa del estudiante
Llegaron de lo que él llamaba su segunda luna de miel. Tomaron la llave de su casa y entraron. Cada uno cargaba sus maletas. Las dejaron en la sala y caminaron hacia la habitación. Acordaron sacar todo en la mañana. Su mujer se sentó en la cama y se quitó los pendientes. Guardó sus cosas en la mesa de noche: las gafas y los papeles y el anillo. El hombre revisó el armario. Aunque habían llegado casi a medianoche, sentía que su cuerpo hervía como una piedra al sol. Su mujer le decía que era calor concentrado producto de las quemaduras o del viaje o del cambio de clima. Ninguna de sus explicaciones le convencía.
Decidió ducharse antes de dormir. Tomó una toalla blanca y entró al baño. Cuando pasó cerca de la cama, vio a su mujer acomodarse entre las sábanas. Encendió el televisor para sentir compañía.
— ¿Vamos a ver algo? — dijo, pero no le respondió.
Entró en el baño, colgó la toalla y se desnudó. Cuando lo hizo, su cuerpo tomó de nuevo temperatura. Miró su cara en el espejo y su cuerpo desnudo, pesado y rojo. Se quedó un rato así, examinándose. Abrió la ducha al máximo y sintió el agua fría golpear por todo su cuerpo. Cerró los ojos e imaginó el vapor extendiéndose por el vidrio. Ponía las partes quemadas bajo el agua por largo rato, encontraba en ello una vana sensación de frescura. Movía su cuerpo en cámara lenta. Se giraba, detenía y se desplazaba danzando como los animales en la televisión. Pasó las manos sobre su cabeza y echó su cabellera gris hacia atrás. Luego, se metió completo y se quedó bajo la ducha por un tiempo. Tuvo que agacharse porque el agua le daba de lleno y se le colaba entre los párpados cerrados. Sentía la fuerza del agua como agujas y eso lo hizo sentir bien. Giraba la cabeza de un lado a otro como un perro al que le gusta que lo acaricien. Cerró la llave y se amarró la toalla a la cintura. Pensó que a lo mejor su mujer habría encontrado algo que ver en la televisión. Recogió la ropa sudada y salió del baño.
El calor del cuarto le invadió el cuerpo a marejadas. La televisión estaba encendida con el volumen bajo y su mujer estaba dormida en el lado derecho de la cama con la cara vuelta hacia las piernas. Veía ascender las cobijas cuando su mujer respiraba. Tenía dos almohadas tras la espalda y abrazaba a una como si su estabilidad dependiera de ello. Fue a la sala y sacó una de las bermudas de la maleta. Había decidido hace tiempo que dormiría solo con ella y se acostó sobre las cobijas intentando no despertarla.
Apagó el televisor y se abrazó a su espalda para intentar dormir mejor. Sus manos hervían y las puso sobre las de su mujer entrelazando los dedos como hilos que forman una costura. Amoldó sus piernas a las de su mujer y puso la cabeza sobre su espalda. El cansancio de un día completo de viaje comenzó a pesarle en los ojos y quiso dormir antes de que las cobijas se calentaran. Cerró los ojos y cayó dormido.
Afuera llovía. La casa estaba completamente a oscuras. Se habían mudado hace doce años, cuando sus hijos estaban aún en el colegio y la casa era cálida. Al instalarse, pintaron toda la casa de blanco en un intento de que fuera más grande. Cambiaron las viejas puertas por nuevas, remodelaron los pisos, desecharon los sanitarios y lavamanos por unos más recientes. El sol los sorprendía mientras desayunaban o en la siesta después del almuerzo. Pero ahora con dos habitaciones sin hijos, la casa se sentía vacía y fría. Los cuartos estaban llenos de muebles, cuadros apilados, máquinas de coser, camas para visitas y discusiones. La casa helaba. Todo estaba impregnado de frío.
Vio el reloj de su mesa de noche: un poco más de las dos de la mañana. Despertó del lado de su cama, con el cuerpo caliente como si lo hubieran puesto sobre brasas. Su mujer dormía boca arriba con las manos a los costados. No recordaba haberse metido bajo las sábanas, pero sentía como si le mordieran la carne cuando las rozaba. Las pateó hacia el borde de la cama y se acopló de nuevo a su mujer. Encontró en su brazo un alivio glacial y cerró los ojos cuando puso la cabeza en su hombro. En ese momento, su mujer se deshizo de él alejándose más hacia el borde y dividió la cama en dos con la mano. Giró la almohada y siguió durmiendo.
Se quedó quieto un momento mientras su mujer descansaba e intentó repetir el movimiento. Cada uno de sus esfuerzos era inútil y su mujer evadía el calor de su cuerpo. Se quedó despierto, miraba la espalda de su mujer entrecubierta por las cobijas. Había abandonado la sensación de letargo que produce el insomnio. No podía dormir incluso al cambiar de posición. La cama aumentaba la temperatura y sentía como si de nuevo estuviera de vacaciones, con el clima húmedo y las sábanas empapadas de sudor. Sabía que, de levantarse, vería la silueta gris de su amplio cuerpo pegada al colchón como un muerto en esas sábanas.
Fue a la cocina por agua. No encendió las luces. Sacó uno de los vasos de la alacena y tomó directamente de la llave. Todo palidecía frente a sus ojos. El agua empezó a caer a gotas y luego un pequeño hilo se expandió en el fondo del vaso. Podía sentir como el vidrio empezaba a calentarse mientras el agua subía. Era ese maldito calor que no lo dejaba dormir, que lo había asaltado por la espalda y en las piernas y parecía brotarle de adentro como un hijo no nacido. Sentía bullir sus dedos, los brazos y hasta su propio corazón parecía latir sangre que quemaba.
Puso la espalda contra la pared y tomó del vaso en la oscuridad. Pensó que era un buen momento para un trago. Abrió su licorera, sirvió medio vaso de whisky y el resto lo llenó con hielo. El trago y el viento lo relajaron. El piso helado le alivió los pies y concluyó que las cosas irían bien si él así lo quería. De ahora en adelante todo mejoraría si él ponía el pecho en ello. Era algo personal. Ahí parado en medio de la cocina repetía eso en silencio mientras el hielo se derretía.
Caminó hasta su cuarto. Su mujer estaba boca abajo y las cobijas le caían bajo la cintura. La luna se colaba por entre las cortinas y le alumbraba la espalda con timidez. El viento soplaba y hacía mover esa tira de luz como si buscara algo en el cuerpo de su mujer. Se acercó para verla dormir, palpó su hombro helado y lo cubrió con las cobijas. Su lado de la cama estaba tibio y eso lo alegró. Se sentó en el borde con la cara hacia la pared. Había pasado media hora desde que se despertó. No sentía sueño ni cansancio, el calor estaba ahí pero no quería dormir, parecía como si lo hubieran encendido con un interruptor que no encontraba dónde apagar. Puso los codos en las rodillas y pensó en qué hacer mientras amanecía. Estiró el brazo y lo pegó a la pared que parecía húmeda. Palpaba la pintura con las yemas de los dedos como si tocara un piano invisible. Miró el televisor apagado y se vio en la redondez negra como un espejo. Giró. Su mujer seguía durmiendo. La movió un poco para ver si reaccionaba, probó con más fuerza, pero ella seguía sin responder. La cubrió hasta más arriba de la cabeza, tomó el control remoto y encendió el televisor con volumen bajo.
Apareció una mujer promocionando una escalera en la televisión, decía que era algo fácil de guardar y usar en cualquier ámbito de la casa. Una escalera que reemplazaría a cualquier otra escalera vieja que tuviera. El hombre miraba el comercial sin mirarlo. La escalera era, según decía la mujer, algo revolucionario que dejaría atrás a otras que habían servido bien por mucho tiempo. Usó la frase: “deshazte de esas escaleras que son tan viejas, grandes y voluminosas que ni las quieres usar”. El comercial se repetía en la televisión mostrando los materiales y diferentes usos que se le podían dar a la nueva escalera en la casa. La mujer invitaba a llamar en ese preciso momento para conseguir una oferta especial donde la empresa se comprometía a recoger y desechar su antigua escalera sin ningún costo adicional. La mujer en la televisión repetía que era necesario reemplazar las cosas viejas una que otra vez y darles un buen retiro a aquellas que nos habían ayudado por tanto tiempo.
Escuchó cómo su esposa se movía detrás de él. Primero unos lentos movimientos, como si intentara acomodarse para dormir mejor. Luego un hondo suspiro. El hombre se quedó estático como un perro al que está por atropellar un camión. No quería emitir ningún sonido que pudiera despertarla. Oprimió el botón de silencio y la mujer en la pantalla siguió promocionando la escalera como un muñeco ventrílocuo de tamaño real. El hombre miró a su mujer un rato más hasta que vio que dejaba caer la mano por el borde de la cama. Giró la cabeza para continuar viendo televisión. Subió el volumen como si fueran peldaños: “son tan viejas, grandes y voluminosas que ni las quieres usar”. El hombre se inclinó y empezó a girar el anillo en su dedo con impaciencia. Volvió a pasarse la mano por entre la cabellera. Su pie empezó a llevar el ritmo de una canción que no conocía.
—¿Me puedes dejar dormir? — dijo su mujer con una voz carrasposa y lenta.
Se volteó para responderle y la encontró con la mano apoyada en la almohada y rascándose el cabello confundida.
—¿Sigues pensando en eso?
—Sí, perdón. Son cosas mías.
— No significó nada, puedo jurarlo. Es algo que les pasa a todas las parejas con el tiempo. Estoy harta de explicártelo — dijo.
Su mujer se frotó los ojos con fuerza. Resopló y algo se quebró y hundió dentro de ella.
—¿Cuándo vas a superarlo?
La mujer se sepultó bajo las sábanas y apoyó la cabeza sobre el lado fresco de la almohada después de darle la vuelta. El hombre pensó en las veces que no se durmió con rabia, en las que se despertó en esa misma cama complacida. Sintió arcadas como si le golpearan el estómago con un martillo. Le subió el calor de nuevo. Puso la cabeza entre las manos y quiso vomitar ahí en medio del cuarto. Se le encharcaron los ojos, pero todo siguió igual. El comercial en la pantalla, el calor adentro y la mujer helada que dormía en su cama. Sabía que no tenía nada. No era nada. A muchos les pasaba, quería creerlo, convencerse de que no era nada, que todo eso era nada, que en el fondo no había nada.
