En una fila eterna de coreanos, chinos, japoneses y uno que otro gringo, escuché como el español que salía de la boca de mi familia y mía sonaba a los adultos de Charlie Brown. La obsesión con las licencias occidentales en Asia es transversal: ¿una nueva línea de probióticos? Ponle un Snoopy. Esta fila de policía internacional es más larga que el vuelo de Osaka a Seúl, no hay aire acondicionado y mis obsesiones con lo coreano se van derritiendo en toda el agua que necesito tomar. Al final, esto fue mi culpa; de los dos aeropuertos cercanos a la capital de Corea del Sur elegí el peor. Pero ya después de una hora y media pasamos todos por separado y lo primero que veo al salir es la cara de un actor de drama en una pantalla LED gigante de marca nacional.

Todos con maleta en mano. Afuera estaba lloviendo y al salir un montón de niñas (menores de edad que se saltaron la escuela) corriendo detrás de alguien famoso para ellas. Una, más grandecita, casi me bota; yo le pegué un codazo. Le grité algo en inglés mientras ella me dejaba atrás, corriendo por su obsesión. Recordé, con vergüenza tanto en edad y en un cerebro ungido en el capitalismo, cuando hice la fila el día que la primera tienda de H&M abrió en Chile y terminé peleando con una vieja por el único chaleco que quedaba en una talla específica. En voces como la propia discutiendo y quitándose de las manos rumas de ropa. Yo también perseguí algo que me metieron por los ojos, en las mismas pantallas gigantes que no era capaz de tapar el Río Han ni aunque quisiera, esos reflejos de neón que no pueden distraernos de los niveles de contaminación que nos tienen con migrañas permanentes. Nunca fuimos diferentes ellas y yo, viniendo de los países neoliberales que venimos.

Apenas me bajé de la van que nos trajo del hotel al aeropuerto me desoriente: ¿qué hacía de vuelta en Santiago tan rápido? No, este hoyo se parece pero no es igual.


El K-pop llegó a mi vida como todo género musical viene a uno: después de una pérdida amorosa. O así creo que le pasa al resto del mundo. Necesitaba eliminar y/o poner en pausa todos los sonidos asociados al sexo, a las dedicatorias, a las reconociliaciones fallidas, a los links mandados por Whatsapp y que al final se transformaron en infinitas playlists botadas en mi Spotify. Me desprendí a la fuerza, incluso, de mis artistas favoritos. 

Un grupo de amigos que no eran míos me sentaron en el sillón de su departamento y con el control de la TV en mano recorrieron video por video de coreografías que jamás aprendí en escenografías millonarias o CGI igual de costoso. Ni siquiera corría ni una brisa de aire. El calor del Parque Bustamante y  su skate park aún caldeado no permitía que el viento y los aires hicieran lo suyo. No estoy segura cuál es la peor temporada del año para tener el corazón roto, pero a mi me tocó el verano. Sé que el letargo del calor prolongó mi sufrimiento. Qué mentirosa, eso es la enfermedad mental que jamás me abandonará, no como lo hizo él. La buena noticia fue que logró pausar en mi cerebro partes de mi memoria musical y las reemplazó con todos los girl groups que encontró. Ya no escuchaba dos canciones de Blackpink; ahora era una BLINK1. Quiero que sepan, grupo de amigos prestado, que en su momento me salvaron de mi misma al entregarme este subgénero musical nuevo. Pusieron en mi mapa mundi personal un lugar que jamás pensé pisar.

Despertar en un hotel una mañana de abril, años después, y poner mi oído en el vidrio-no-del-todo-aislante no sólo atraía los sonidos de la ciudad a mi: la podía visualizar con los ojos cerrados. Gente, bocinas, cambios de guardias en los palacios, una canción de BTS a pesar de que todos sus miembros estaban haciendo el servicio militar. Y a mis ojos entró lo mismo que todos los días en Santiago. 

Smog. 

En tu mejor vida fuiste niebla. 


El Mercado General de Dongdaemun queda en el distrito comercial en Jongno y si tengo que buscar un símil es lo más parecido a Meiggs que mi cerebro puede computar. La única diferencia es la falta de caos y guardias con pistolas a los que ni siquiera se les ve el rostro. Ambos lugares son concretamente para compras (de preferencia) al por mayor. Llegué ahí después de ver tanto reel de cómo hacer tu propia carcasa de celular y ese era uno de los lugares. Entramos y creímos habernos equivocado: el primer piso estaba lleno de tiendas de telas. Lo lógico era seguir subiendo. Aparecieron los hilos en la segunda planta. Otras cosas para confecciones en el que siguió. En el último por fin nos encontramos con las mostacillas, el pegamento, las aplicaciones. Todo se cobra por peso y la conversión entre el Won Coreano y el Peso Chileno está a favor nuestro. En dos horas no paré de comprar probablemente las cosas más inútiles para muchos. Al final, terminaron en la prometida carcasa de celular hecha por mis manos.

Entré a la tienda de una chica que vendía aplicaciones de Sanrio. De los parlantes conectados a su celular comenzó a sonar una de las canciones del momento, de un grupo recién debutado.2 Mientras caminaba y tarareaba las partes del coreano, una frase en inglés salió y ambas cantamos. Nos miramos automáticamente. La canción se llama “Magnetic”. Tiene cientos de millones de reproducciones en la plataforma que decidas buscar. En ese momento, llevaba casi un mes desde su lanzamiento oficial. A pesar de que era imposible que pudiéramos establecer una conversación en nuestras lenguas maternas, el idioma del capital irónicamente nos puso en la misma situación: a ambas nos gustaba la misma canción de K-pop. Le terminé comprando más de lo que debía y seguí mi camino al siguiente puesto.


Me meto a revisar las versiones digitalizadas de algunas fotos sacadas con una cámara análoga que tengo. En una estoy intentando comer un corn dog al estilo coreano, que vino inmediatamente después de un tteokbokki hirviendo en el Mercado Nocturno de Myeondong. Hoy no puedo comer ni la mitad. No me gusta mirar esa fotografía. La cara redonda y feliz, pero sobre todo redonda, no es la misma con la que miro esta pantalla. Mis manos ya no son iguales; tuve que cambiar anillos de lugar porque se me estaban cayendo. Tenía perfectamente claro que, a pesar de ser una zona mayoritariamente turística, el biotipo de mujeres era la mitad de mi cuerpo. Que en los carteles de publicidad las miradas que se me devolvían eran de rostros con quijadas angulares, tratamientos millonarios de belleza y uno que otro retoque. La idol probablemente tenía 18 años recién cumplidos y mis 32 preferían repetirse una ración de japchae comprado a una señora que atendía un puesto en un callejón.
Me meto a revisar las versiones digitalizadas de algunas fotos sacadas con una cámara análoga que tengo. En una estoy intentando comer un corn dog al estilo coreano, que vino inmediatamente después de un tteokbokki hirviendo en el Mercado Nocturno de Myeondong. Hoy no puedo comer ni la mitad. No me gusta mirar esa fotografía. La cara redonda y feliz, pero sobre todo redonda, no es la misma con la que miro esta pantalla. Mis manos ya no son iguales; tuve que cambiar anillos de lugar porque se me estaban cayendo. Tenía perfectamente claro que, a pesar de ser una zona mayoritariamente turística, el biotipo de mujeres era la mitad de mi cuerpo. Que en los carteles de publicidad las miradas que se me devolvían eran de rostros con quijadas angulares, tratamientos millonarios de belleza y uno que otro retoque. La idol probablemente tenía 18 años recién cumplidos y mis 323 preferían repetirse una ración de japchae comprado a una señora que atendía un puesto en un callejón.

Hablando de tteokbokki, tal vez una de las preparaciones más famosas salidas de Corea del Sur, en el Parque Namsan o más conocida como la Torre de Seúl, me comí otro. Este estaba más picante que quizá ninguno otro y tenía más tortilla de pescado. Para subir hacia la torre hay que tomar un teleférico en el que parte de la ciudad va apareciendo frente a ti. En ningún momento sentí que era muy diferente que llegar a la cima del San Cristóbal. La capa de smog estaba parejita entre los edificios y casas mientras el celeste del cielo aparecía sobre ellos. Subí una historia a mi Instagram geolocalizando el San Cristóbal, porque me creo más graciosa de lo que soy. Ignoro así mi calidad de turista y superpongo dos ciudades capitales donde el 1% vive en un sector específico de la urbe y el resto no es muy diferente a lo que mostró “Parasite”. Pero mi privilegio de turista, ese mismo que pretendí anular, solo me permiten ficcionar un lugar que no conozco y deformar de donde vengo.

Mi cuerpo anterior también está inmortalizado frente al puente lleno de candados, una costumbre que se empezó a popularizar luego de la fama de un best seller italiano y su posterior adaptación española. En todo el mundo hay puentes llenos de candados a punto de colapsar.

Yo preferí además tomarme una selfie. Sigue sin gustarme quién me devuelve la mirada, como si quisiera que realmente fuera otra persona. El meme de la dismorfia deja de ser gracioso cuando te vuelves a mirar al espejo y eres exactamente lo que ninguna balanza quiere que seas, sobre todo tú. Pero mi cuerpo estuvo ahí, así, y eso no lo puedo cambiar por un tteokbokki menos.


No le digan a nadie que me está costando escribir esto. Pensé que sería más fácil relocalizarse en un tiempo y espacio que ya pasó por mi. Trato de recordarme de ese río artificial, el mismo que recobró su cauce luego de ser borrado para cubrirlo de concreto y luego convertirlo en carretera durante el siglo pasado. El comienzo de la recuperación económica post crisis asiática permitió que el alcalde de ese entonces, Lee Myung-bak, iniciara las obras de reconstrucción y fuera capaz de bombear miles de litros de agua del Río Han a Cheonggyecheon. Ahora en su lugar hay un parque, donde el cauce no para de fluir porque es prácticamente artificial. Tiene luces e incluso los pájaros se posan entre las piedras para tomar agua. Es el arroyo perfecto. 

Es tan falso como yo.

El Río Han, por otro lado, es una bestia. Envuelve la mayoría de Seúl y cuando lo cruzas vía Metro te sientes en un K-Drama. Al Mapocho se le puede ver de muchos puentes y aún así nuestra industria filmográfica es incapaz de hacerlo ver estéticamente lindo. Su falta de belleza no lo hace menos fundamental para nuestras vidas capitalinas. Sabemos de dónde viene y hasta dónde va, y aunque queremos que su color alguna vez cambie y sea navegable, no podemos dejar de guiarnos por él. Si todos los ríos del mundo desembocaran en el mar, puedo imaginar una afluente del Han hacia el Mapocho, compartiendo histerias e incluso cuerpos que jamás nadie reclamó. 

Sobre todo eso: la gran pérdida.


Esta es una discusión entre quién les escribe y Paula Libuy, Doctora (c) en Literatura de la Pontificia Universidad Católica de Chile y profesora de Literatura Coreana. También somos amigas y pasamos hablando de literatura seguido. 

PL: “Actos Humanos” de Han Kang es posterior a “La Vegetariana” y relata la masacre de Gwangju, una de las tragedias de la dictadura coreana de Chun Doo-hwan. Kang es oriunda de Gwangju y lo que hace ella es que a través de una pluralidad de voces, a veces fragmentarios, pero también experimentales, le da voz a los muertos, a los cadáveres de la masacre. El levantamiento de los sindicatos, los estudiantes y los campesinos termina con un levantamiento de estos por la ley marcial del dictador. Al no “respetar” la ley marcial, el ejército masacra a la gente y eso es lo que toma Han Kang y equilibra la violencia de una forma muy humana. Es un poco desesperanzadora pero le da un sentido colectivo de que no todo sea tan malo. 

PV: “Lumpérica” de Diamela Eltit es de 1983, hay casi 30 años, casi 30 años de mastique para hacer una obra en la que los civiles, los aplastados y no los supuestos iluminados, son los que cuentan las consecuencias de un conflicto. También de corte experimental, Eltit pasó por sobre la censura y consiguió la publicación de su primer libro directamente desde el Ministerio del Interior en plena dictadura de Pinochet. Mi cuestionamiento a la literatura coreana es solamente el tiempo que se tomó desde la masacre hasta la publicación de “Actos humanos”.

PL: Hay que tomar en consideración el venir de un pueblo masacrado para una coreana. Hay algo muy del orgullo, de la vergüenza, que yo creo que Diamela Eltit por más bacán que sea es difícil de encontrar en Chile porque aquí no tenemos esas formas ancestrales de relacionarnos con los demás. Eso es particular en Han Kang y la hace ser muy sensible. Siento que lo que tú dices es verdad, que Kang existe ahora y no antes, pero los coreanos en general son muy ingeniosos para pensar en la tragedia. Y ahí tienes casos del realismo coreano que ven la dictadura de una manera ingeniosa, genuina, extraña en un punto. Como que pasa por el lado, pero tocándolo de formas múltiples. No solo hay diferencias temporales, sino culturales que aleja a las obras de ese punto de encuentro.

PV: Puede ser muy atemporal, pero siento que cuando la gente habla de “Actos Humanos” no la relaciona con una masacre y que pasó por una dictadura a menos que lea la contraportada. El chileno lo deja muy en claro y no te lo suelta nunca.


En total, pasé cuatro días en Seúl en los que caminé desde la punta del cerro a pasear bajo el nivel del mar. Hice más cosas de las que dejé por escrito acá, pero quise darle una oportunidad a mi memoria de ser honesta: que viniera lo que fuera. Camino al Aeropuerto de Incheon temprano en la mañana, el sol salió detrás de los edificios que se comía el caudal del Río Han. El reflejo naranjo del smog y el movimiento del auto me tenían nostálgica, porque no solo aún faltaba para llegar a Santiago, todavía teníamos que pasar por New York en primavera. Mi relación tóxica. 

Al revés de nuestra llegada, pasar por policía internacional en Incheon fue una maravilla y encontrar la puerta de embarque fue sencillo. Antes de embarcar quise ir al baño. No me demoré más de 5 minutos. Arriba del avión y sentada en mi lugar me puse a jugar con la pantalla, ver qué películas había y ya en el aire quise escuchar música. El bluetooth de mis audífonos no prendía. No fue tan difícil tenerlo claro: había perdido mi celular en el aeropuerto.

Seúl no me quería soltar o yo a él. Pero esa es otra historia.

_____

  1. Cada fandom de un grupo de K-Pop tiene un nombre. Si los de BTS son ARMYS, los de Blackpink
    son BLINKS y así sucesivamente. Así los reconocemos en sus peleas en comentarios de vídeos de
    Youtube. ↩︎
  2. La palabra para cuando un grupo se presenta por primera vez es “debutar”, tal como los miembros
    de la alta sociedad occidental debían realizar al cumplir cierta edad. Básicamente, el debut es el
    momento en que como producto eres elegible para el mercado ↩︎
  3. Al momento de escribir este texto pasé por dos edades más: los 33 y mis actuales 34. O tres si
    contamos que pisé Seúl a los 32 como dije previamente.
    ↩︎

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