Desde hace un mes tengo colgado en una esquina de mi cuarto el sombrero de pana negra que es de Zaira, pero que ella me presta. En una silla, también en la esquina, tengo doblada la camisa de cuadros azules y verdes con botoncitos blancos de concha, el jeans del mismo azul de los cuadros de la camisa, y las botas de vaquero con las que voy al hipódromo con Zaira y Fede. Les limpié la suela con un trapo para quitarles toda la boñiga, y le saqué brillo al cuero café con una media vieja y un poquito de betún que encontré en el cuarto de pilas. 

Ayer no dormí nada porque me la pasé viendo la esquina donde tengo todo, y también porque mami y Zaira pelearon toda la noche y oí un par de cosas quebrarse. A ver si le toca a Fede o a mí recogerlo, y ya sabemos todos cómo empiezan los días así: carajillos de mierda esto, carajillos de mierda lo otro.

Viene alguien y cierro los ojos para hacerme la dormida. La puerta se abre despacio. Seguro que es mi mamá, porque Zaira me hubiera dado un beso, y a Fede le dije que si entraba sin avisar le decía a mami que no pasó en matemática y que falsificó la firma. 

La luz se prende y me hago una bolita en la cama, como los chanchitos esos que a veces aparecen en las esquinas de la casa, sobre todo cuando Clareth encera. ¿Y qué? ¿La princesa necesita dormir más? No me gusta que mi mamá me diga princesa, porque lo dice con esa cara de águila enojada. Es la misma que tiene cuando toma. Solo la vi sin esa cara una vez. La primera vez que invitó a Zaira a la casa. Estaba feliz, con la pintura de los ojos muy bonita y el pelo arreglado. Me quedé viéndolas después de la cena por una rendija en la puerta de la sala, y mi mamá la abrazaba cuando bailaban, y se veía hasta más joven, porque esa cara de pájaro la hace más vieja. Se parece a la maestra de ciencias sociales, que nos explica de ríos y montañas y de presidentes, como si oliera el culo hediondo de un perro. “Hola má”, le digo. “Hola nada, a levantarse, que hay que irse”.  “¿Ya?” “¿Me vas a levantar la voz, carajilla de mierda?” 

Cuando mami se va, le doy un beso a la almohadita que me regaló mi abuela cuando cumplí un año (no es una mentira, porque está en muchas fotos, yo en la cama azul que tenía y mi abuela jovencita dándome la almohada). Es un beso de la buena suerte. Como en mi casa no hay vírgenes ni santos, como en la casa de mi abuela, le doy un besito a mi almohada para que me proteja de todo mal.

Cuando salgo hay un plato reventado en mil pedazos en la alfombra verde de la sala, y al otro lado, un vaso en los que mi mamá toma ron con coca también reventado. La coca dejó un parchón negro en la pared blanca, que espero que le toque a Claret limpiar mañana lunes que viene, y no a mí. Si le toca a Fede, ok, porque el viernes se le olvidó comprarme el boli de fresa y ni me pidió perdón. Camino con cuidado para que no me entren los vidrios en las medias. Me muero si no puedo ir al tope y si no me puedo poner mis botas vaqueras. 

En la cocina ya están todos. Fede sosteniéndose la cara (que se le está poniendo bien gordis) con las dos manos, mi mamá fumándose un cigarro y tirando la ceniza en un vaso con chingas de cigarro de anoche, y Zaira tratando de encontrar platos limpios, porque en la pila hay una montaña un poquito más grande todos los días desde el viernes, que se fue la empleada, y ya casi no queda nada limpio. Mi mamá me ve con la cara de águila y me dice que vaya a buscar las naranjas, que me toca hacer el jugo. Hace como dos meses o así se le ocurrió comprar una juguera automática, dijo que para pasar más tiempo en familia, pero somos Fede y yo los esclavos del bendito jugo y ella la primera que se lo bebe. Primero el de ella de un tiro, y luego, el de nosotros si nos queda. En el patio donde están las naranjas está Princi todo flaco, amarrado a una cadena. Tiembla, pobrecito. No lo toco, creo que está enfermo. A veces cierro los ojos fuerte y sueño que ya no está, que se fue a una casa donde lo tratan mejor, pero luego me asomo al patio, y sigue ahí, triste y solo. 

Vuelvo con las naranjas. Huele a la grasa vieja de los platos de la pila, y a los vasos con culos de ron con coca, envueltos en servilletas, y llenos de chingas de cigarro.

Como rápido unos panqueques medio medio que hace Zaira y le digo a mami que me quiero alistar para que no lleguemos tarde. Coger la primera fila del tope es de lo más bonito. No le digo esta parte porque si lo digo hace al revés. Levanta un poco la barbilla de águila y supongo que me da permiso de irme a alistar. Salgo corriendo. Me toca usar la ducha de mi mamá porque la otra no sirve desde hace días. Hay un vomitón en el lavamanos, y el suelo está lleno de calzones. Huele como a su cuarto, a culo de zorrillo. Respiro solo por la boca y me baño rapidísimo. Cuando salgo de puntillas de vuelta a mi cuarto, ya Zaira y mami se están peleando otra vez. 

Me empiezo a poner triste, pero se me quita cuando me visto. Me acerco a la silla donde todo me espera con ilusión. Saco la ropa interior de la gaveta que me construyó Zaira en el closet, y me pongo veloz el calzón y la camiseta blancas porque me empieza a dar frío. Me siento en la cómoda de mimbre que mi mamá me compró hace dos años y que le dice a la gente que es de princesa, y me cepillo el pelo con la cara seria, como si fuera una mujer de verdad. Así es como se cepillan las mujeres de verdad en las novelas que veo con Claret cuando mami no está. El pelo rubio y colocho ya casi me llega por la cintura, y mojado brilla como los botones de concha de mi camisa de cuadros. 

Me pongo la camisa. Me queda apretada, y eso me gusta, porque se siente como un abrazo. De pie frente al espejo me miro las piernas blancas. Son muy pequeñas. Un día van a ser tan largas como las de Claret, tan lindas como las de ella. El jeans me queda flojo, porque mami lo compró dos tallas más grandes, para que dure. El pelo aún no está seco, pero no importa, no me espero, y me pongo el sombrero de pana negra que Zaira me prestó. Primero lo sostengo con una mano, y con la otra toco el pelito que no es suave, pero me gusta sentir contra la yema de mis dedos. Es como el pelo de los caballos de Zaira, que me gusta tocar cuando paseo en su lomo. Desde arriba todo es más lindo, como si allá hubiera más aire. Me acomodo el sombrero con la tirita que Zaira le hizo para que no se me caiga, y hago frente al espejo la cara de mujer seria. Los ojos me brillan, como brillan los botones de concha blanca de la camisa. Antes de salir de mi cuarto me pongo las botas de cuero café, embetunadas, que me quedan perfectas, y me hacen más alta, casi más alta que Fede. 

Este año es Carboncito el que va al tope. 

Carboncito es mi caballo favorito, porque es enorme y elegante, y porque desde que mami y Zaira viven juntas, siempre me toca montarlo cuando vamos a la finca de Zaira y su familia en San Ramón. Bueno, no es que lo “monto, monto” porque es altísimo, pero me subo y me dan un paseo con él. Cuando tenía cinco años, Zaira me subió a Carboncito por primera vez. Hay una foto donde yo estoy rubia y de colochitos en el lomo negro de Carboncito, y Zaira me agarra la mano pequeña. En la foto Zaira tiene una camisa de cuadros,  unos jeans y unas botas.  Por eso me visto así, porque Zaira es bonita y cariñosa, y nunca nos pega. 

El Toyota de mami es amarillo. Me da un poco de vergüenza el color, porque somos la única familia con un carro así, y además la única familia donde hay dos mujeres y no hay un papá. Yo me veo las botas para agachar la cabeza por si sale algún vecino y así no tengo que saludar. A mami se le ocurre parar en la licorera Dionisio. Me da miedo el cartel de ese lugar, con un hombre de pelo medio largo y colocho y muchas uvas en la cabeza y por todo el cuerpo. El hombre está medio chingo. Mi mamá no se baja, le da órdenes a Zaira de lo que tiene que comprar. Es un montón de cosas, por supuesto su ron, porque sin su ron no puede vivir. ¿Y para los chicos?, le pregunta Zaira. Mi mamá nos ve a Fede y a mí sentados atrás, yo me hago la triste porque cuando mami me ve feliz siempre me dice: ¿qué? ¿de qué te reís? A Fede no le hace falta tratar, porque siempre se ve como un perrillo enfermo. Fede dice que un Chocolito, yo digo que yo también. Solo para ella, dice mami y me apunta con la uña larga y horrible y ve la panza de Fede. Cuando Zaira viene con mi Chocolito, que de por sí viene partido en dos, le doy una mitad a Fede. Ni gracias me dice, la próxima me lo como todo yo, que no soy la panzona. 

Por fin llegamos al tope, bueno, al parqueo del tope, pero llegamos muy tarde, por las peleas de mami y Zaira y la licorera, entonces el parqueo central ya está lleno. Nos toca dar un montón de vueltas en el Toyota amarillo, pero lentísimas, porque las calles están llenas de gente y de puestos de comida. Ya casi, mi China, le dice Zaira todo el rato a mami mientras ella se hace un trago con lo que tiene en la hielera, y no dice ni pío, que es cuando de verdad asusta. 

Después de una hora estamos todos apachurrados de tanta vuelta, y ya mi mamá habla con la lengua enredada porque le dio tiempo de tomarse tres rones. Caminamos un montón, y se me empiezan a hacer unas ampollotas en los pies, porque nunca había caminado tanto con las botas. Zaira se da cuenta y me sube a los hombros. Bajá a esa carajita de inmediato. Si quiere andar luciéndose con esa ropa, que aguante. Pero China. China nada, la bajás. Zaira me baja pero me sostiene la mano y me hace cariñito y aunque todavía me duele mucho, un poco menos. Mi hermano va más atrás, pero nadie le dice nada. Ni sé si mami se da cuenta de que viene ahí. 

La familia de Zaira, que siempre lleva caballos a los topes, tiene un puesto especial, pero está ocupado por otra gente, y aunque mami trata de acercarse para quitarlos, es imposible porque todo mundo está como pegado con chicle. Nos acomodamos cerquita, y mami no deja de ver a los que nos quitaron el campo. Son un montón de hombres panzones, que están más borrachos que ella. Mi mamá les hace ojos potentes de águila, y los hombres se los devuelven. China, dejalos, dice Zaira. No vale la pena, aquí estamos bien. 

Mi mamá se sirve otro ron de la hielera. Zaira saca un jugo de piña que compró para Fede y para mí. Yo no puedo ver nada, porque hay mucha gente y soy pequeñita. Le tengo que preguntar a Fede, pero todo lo dice sin emoción. Dice que todavía no han salido los caballos, que no está pasando nada. ¿Qué? ¿Qué?, empieza a decirle mi mamá a los hombres perro. Los hombres se ríen de ella. Muy machitos, ¿eh?. China, dejalo, no vale la pena, vamos a disfrutar. Mi mamá se quita la mano de Zaira de su hombro. La gente alrededor se empieza a incomodar. Shhh, dicen. Mi mamá se enfurece. Shhh, su abuela, gruñe. ¿Ustedes qué? ¿De parte de esos ladrones buenos para nada?, le grita mi mamá a la gente alrededor. Su voz borracha y el movimiento de gente en esa parte del tope donde estamos, hace que los policías que están por ahí se den cuenta de que pasa algo. Ellos también tienen ojos de águila. Ven directo a mi mamá. Qué rico, pienso, alguien que la vea así y la calle, pero no se calla, sigue peor. Ah, ahora resulta que la conspiración macho incluye a estos polizontes. Dice la palabra final tirando mucha baba porque ya le cuesta hablar recto. Señora. Señora nada, esos ladrones tienen nuestras sillas. Las sillas de mi familia, dice duro, y señala a Zaira y a mi hermano y a mí. Los hombres perro se quedan blancos, y se empiezan a burlar de nosotros. ¡La familia tortilla! Encima de ser una vieja necia, es una vieja cochina y tortillera, gritan y se carcajean, y se carcajean también todos alrededor, hasta los policías se ríen un poquito. Cállense la puta asquerosa boca, demanda mi mamá. Fede y yo nos acercamos y nos damos la mano. Hay mucha gente ahí, y me empieza a faltar el aire para respirar. Zaira trata de calmar a mi mamá, pero ella no escucha. ¿Y esos, son los niños tortilla?, suelta el más alto y más borracho de los hombres del grupo. Los ojos de mi mamá se ponen como con fuego, y sin que Zaira tenga tiempo de hacer nada, mi mamá le tira la botella casi vacía de ron a los hombres. Hija de puta, grita uno de ellos, y se limpia un pocotón de sangre de la cara. En segundos, los policías abren un espacio entre la gente, y le ponen las esposas a mi mamá. Son muy pesadas y brillantes en el sol. Le dicen muchas cosas, pero todo es como un radio no sintonizado en mis oídos. Un ruido como de tos. Zaira está llorando, mi mamá no deja de gritar amenazas, la gente la ve con cara de lástima y se pone la mano en la boca. Nos ven a Fede y a mí y mueven la cabeza muchas veces y dicen cosas que no oigo porque el radio está roto. Zaira firma unos papeles, las manos le tiemblan cuando pasa las hojas y da unos teléfonos. Se vuelve a vernos a mi hermano y a mí, agarrados de la mano, con el cartoncillo de jugo de piña vacío en la mano libre. Suspira hondo, se acomoda su sombrero de vaquera, y cruza con nosotros la calle, donde se ven los primeros caballos del tope venir. Al fondo, cuando estamos por doblar de camino a la comisaría donde dice Zaira que vamos a buscar a mi mamá, creo que veo a Carboncito, con la corona de flores que yo le ayudé a Zaira a hacer. Le quiero decir que paremos, que ahí está, pero va como volando. Mientras esperamos en las sillas plásticas y rotas de la comisaría, le pregunto qué es tortillera, pero por primera vez me ve con ojos de águila y me dice shhh, con un dedo tapándome la boca. No le pregunto más. Con una mano me sostengo el sombrero que se me empieza a caer, y con la otra la agarro duro a ella, pero se suelta, y desaparece por el pasillo largo y sin luz de la estación.

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