Columna de Ana B

Nos reunimos a las cuatro de la tarde en un escritorio de la universidad habiéndonos citado hacía ya mucho tiempo, porque en esta ciudad no existe plan improvisado. Quisiera decir que nos reunimos para conspirar o para criticar las voces artificiales de los gringos que nos rodean. Tal vez sí hicimos un poco de eso, pero principalmente, nos reunimos para sufrir colectivamente. En dos meses nos graduamos y la vida nos va a escupir en la fuerza laboral. 

Cuando me gradué del pregrado en Bogotá le temía de sobremanera a salir a trabajar. Veía cómo las personas que se habían graduado en mi carrera universitaria estaban trabajando mayoritariamente en call centers, desempleadas, o tomando trabajos para nada relacionados al campo que estudiamos. Pero esta desazón es diferente, porque ya no solo es enfrentarnos a la desilusión de encontrar trabajo en lo que salga y partirse el lomo para pagar las cuentas en Nueva York, una de las ciudades más costosas del mundo, sino que ahora tenemos que pasar por un papeleo extenso, una inversión de dinero significativa y hacer nuestro perfil apetecible para que, pese a los desincentivos del gobierno federal a las empresas que contratan trabajadores y trabajadoras extranjeras, nos quieran contratar. 

A partir de septiembre, el gobierno decidió que las empresas que contraten empleados con la visa de trabajadores extranjeros altamente calificados (H-1B) deberán pagar $100,000 por trabajador. Aunque ni yo ni mis amigas tenemos esa visa, sabemos que en algún punto tenemos que transferirnos de la visa de estudiante a otra diferente. Si hasta el momento la visa H-1B había sido una opción, ahora las opciones son menos. 

Vamos por partes. Para poder trabajar después de haber sido estudiantes internacionales tenemos que aplicar a un permiso de trabajo que requiere un extenso papeleo y el pago de casi $500. Así es, se paga para ser una fuerza productiva. Con la misma lógica de las grandes empresas que te contratan creyendo que le están haciendo un favor a tu CV y que debes estar agradecida por su pago mísero, te toca pagar por el privilegio de trabajar en Estados Unidos. Una vez enviado el caso, la autoridad de ciudadanía e inmigración lo procesa y te hace saber sí te concede la posibilidad de trabajar o no. 

Mientras aplicamos a este proceso, a la vez tenemos que estar trabajando en conseguir publicar más artículos o reportajes que demuestren que somos medianamente competentes para hacer las funciones de los trabajos a los que aplicamos. No importa que hayamos trabajado años como periodistas o comunicadoras en América Latina, lo que importa es lo que hayamos hecho en este país. Si no tenemos publicaciones en medios de comunicación estadounidenses, tal vez no tenemos las habilidades todavía para conseguir un trabajo como periodistas. Tenemos que ser mejores que el promedio, las mejores de los mejores, porque si no, ¿para qué se van a tomar la molestia de contratarnos si pueden contratar a un estadounidense sin incurrir en enredos de papeles desconocidos –y ahora de pagos excesivos–? 

Simultáneamente, tenemos que seguir nuestras vidas y entregar todas las tareas de la universidad, trabajar como asistentes universitarias, o en otros trabajos para poder sostenernos. Una de mis amigas más cercanas, por ejemplo, tiene cinco trabajos para poder costearse esta ciudad. Yo, por mi parte, me estoy endeudando con un préstamo y trato de tener una vida austera para permanecer aquí.

Hace un año, aproximadamente, vi a Silvia Federici en la Feria Internacional del Libro de Nueva York y desde entonces se me quedó grabado algo que dijo: “la entrada de las mujeres al mundo laboral no les dio autonomía económica, sino la posibilidad de endeudarse”. Si las mujeres tienen la capacidad de endeudarse ya no son dependientes económicamente de sus maridos o padres, ahora son dependientes de los bancos que les roban su energía. 

En esa tarde en la que nos reunimos a sufrir, también enviamos nuestra solicitud para el permiso de trabajo y aplicamos a vacantes en diferentes medios de comunicación y organizaciones. Algunas de mis amigas lloraron, otras se jalaron el pelo, a otras la plataforma les falló y tuvieron que empezar la aplicación desde cero, a todas se nos brotaron las venas de la sien. 

Cualquiera diría que quién nos manda a venir para acá a buscar lo que no se nos había perdido, que si es tan difícil que regresemos a nuestros países o que nos vayamos a otros lugares que sean más sencillos. Como si hubiera lugares en los que ser inmigrante latinoamericano sea deseable. Dirán también que por qué nos quejamos si ya sabíamos que iba a ser así. Mis amigas latinoamericanas de izquierda dirán que eso me manda por venir a vivir al imperio, que qué esperaba. Mi familia dirá que no me angustie, que Estados Unidos es abundante y voy a conseguir trabajo rápidamente. Mis compañeros estadounidenses dirán que sienten tanto que su país nos menosprecie, mientras les da un fresquito saber que somos menos competencia para que encuentren su trabajo soñado. Mis profesores dirán que empiece a buscar trabajo ya, sin saber que aún no puedo trabajar, pues solo se me permite después de graduarme. Todos dirán algo y tendrán sus opiniones, pero ninguno sabrá entender que si nos aventuramos a venir acá es porque hay fantasmas que nos persiguen, porque tenemos sueños, porque querer moverse es natural, porque no teníamos idea en qué iban a resultar las elecciones de 2024. Ya sabíamos que sería difícil, pero en la queja hay un gesto reparador: nombrar un malestar que existe, exteriorizar el odio, afrontar la frustración en colectivo. 

Antes de irnos cada una para sus casas, hicimos las cuentas matemáticas de las preocupaciones que los estudiantes de la universidad tienen en este momento, comparándonos con nuestros compañeros gringos –pese a que todas las personas que vibran alto y positivo dirán que nunca hay que compararse con los otros–, el resultado fue este:

Ellos: 

  1. Terminar la maestría

Nosotros:

  1. Aplicar al permiso de trabajo y que lo aprueben
  2. Aplicar a trabajos
  3. Trabajar en múltiples cosas a la vez (oficiales y no oficiales) para costear la vida en la ciudad
  4. Publicar en diferentes medios de comunicación para fortalecer nuestro portafolio
  5. Terminar la maestría 
  6. Visitar en algún momento a nuestra familia (algunas llevamos casi ya dos años sin verla)

Claro, algunos de nuestros compañeros estadounidenses pueden estar también preocupados por costearse su vida en la ciudad o por conseguir trabajo, pero sigue sin ser lo mismo. Porque a nosotras nos dan tres meses para conseguir trabajo, sino nos toca devolvernos a nuestros países. Ellos pueden trabajar en un café o en un restaurante los fines de semana para costearse la ciudad, nosotras no. Que las matemáticas hablen por sí mismas.

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