El cuarto oscuro. Las sábanas tibias. 6 AM. Abro los ojos, doy media vuelta. Cierro los ojos –vuelta entera–, los abro de nuevo: ¿qué hora es? Mejor no miro el celular. Ojos cerrados. Tengo que dormir. Aún no es hora de levantarse. Sin embargo, me levanto por instinto de la silla cuando Ángela entra al comedor, y vuelvo a sentarme cuando ella ocupa su asiento.
La miro con una pregunta en la mirada, y los otros convidados en torno a la mesa la miran también. Ella, sin embargo, se concentra en el plato que tiene ante sí: con el tenedor, separa la carne de las verduras; disecciona la comida, hasta que al fin se anima a levantar la vista y nos dice:
–Juan tuvo un accidente.
Vuelta otra vez. Solo quiero saber cuánto tiempo me queda. Abro los ojos y miro el celular; pero me deslumbra la pantalla y vuelvo a cerrarlos sin haber registrado la hora. Debo dormir más. Debo tranquilizarme. Debo consolar a Ángela, ahora que aventó los cubiertos a los costados del plato y se ha cubierto los ojos con las palmas.
Su llanto me reduce a la incomodidad y le pregunto –el coro de comensales le preguntamos cómo el accidente, cuándo el accidente.
Juan, su novio, allá en el terruño. Una moto. Un automóvil salido de la nada. Empiezo a sudar con el corazón acelerado: ¡¿Y si mi alarma no sonó?!
Tomo el celular de la mesita de noche y entrecierro los ojos para protegerlos de su luz hiriente: 7 AM. Aún me quedan dos horas para descansar; dos horas hasta que suene mi alarma; a diferencia de Ángela, que no puede darse el lujo del tiempo. Quiere, tiene que volver cuanto antes a su país, nos dice. No le importa tener que cruzar el océano ni las extensas horas de vuelo. Pero cómo no van a importar las horas, le digo. Y dando media vuelta entre las sábanas, sobresaltado, levanto el celular de la mesita de noche: 7:30 AM.
Suspiro. Me acurruco.
Mis pies salen del edredón y se estampan contra el muro opuesto a la cama. Qué frío. Y qué rápido sube y baja Ángela las escaleras, con el móvil en la mano, en espera de que la llamen con buenas o malas noticias. Sube y baja. Sube y baja. Baja ella, suben mis párpados. Estoy despierto, creo. Levanto el celular: 8 AM. Falta una hora para que suene la alarma, pero el teléfono vibra, vibra, vibra.
Aunque desconozco el número que aparece en la pantalla, contesto:
–Juan tuvo un accidente– dice Ángela.
Pero eso no puede ser, le respondo. Juan tiene que estar bien porque tiene que dormir: aún le queda una hora de sueño.
O Ángela o yo terminamos la llamada, quién sabe.
Me acurruco bajo las sábanas.
Cierro los ojos en el cuarto ya no tan oscuro.
No sé quién es Ángela.
Y me importa.

