Nos habíamos vuelto adictos
a la cantidad de amor
que la relación nos suministraba.
Éramos una pareja.

NAN GOLDIN
The ballad of sexual dependency (1986)

Repite conmigo: los monstruos no son como en las películas. No tienen púas ni dientes largos. Tampoco garras ni un tamaño gigante. Lo que sí pueden hacer es destruir ciudades y familias enteras en cuestión de segundos. Van perfumados y bien peinados por dentro, como escribió Emma Barrandéguy en un poema terrible pero hermoso. Lo monstruoso se esconde dentro de cada uno de nosotros y no hay forma de apaciguarlo. El fin de semana los chicos vinieron a casa mientras N estaba fuera. Me sentaron y uno empezó a hablar conmigo mientras el otro tiraba todo el alcohol de la casa por el váter. Me acordé del capítulo de Los Soprano en el que los integrantes de la familia y otros amigos le hacen una intervención a Christopher Moltisanti en su casa enumerándole cada uno de los momentos en los que había hecho algo que no se correspondía con su verdadera forma de ser, que los había manipulado o les había hecho sentir vergüenza. Repite conmigo tres veces, como en una de esas oraciones que nos enseñaron nuestras abuelas para rezar antes de dormir y que el niñito Jesús nos protegiera: los monstruos bien peinados por dentro.

Christopher Moltisanti en el Satriale’s durante un capítulo de Los Soprano

***

Acabo de volver de la primera sesión de grupos. No sé qué decir. Cuando me ha tocado hablar las palabras se atragantaban en el conducto que conecta el cerebro con la lengua. Hacían ruido en mi interior, vibraban, como el motor de un coche que no termina de arrancar. Mi padre se sentó a beber y no se levantó hasta la muerte, escribió Pedrito Gil en un poema.

***

Intento dejar por escrito algo de lo que sentí ayer. No es como me lo imaginaba, tampoco como sale en las series o en el cine. No se parece a la idea que tenemos preconcebida de Doble AA. Aquí la gente solo dice su nombre, la enfermedad que padece es voluntaria nombrarla. He sentido un golpe en el pecho al ver que la mayoría de los asistentes por edad, aspecto o trabajo, podrían ser alguien de mi familia: mi padre, mi madre, mi tía, mi abuelo. Los escuchaba, pero no sé decir de manera exacta lo que sentía. Incluso algunos se parecían físicamente. Había personas de todas las edades. También algo más jóvenes que yo. Lo cierto es que sí que iba con un prejuicio social, aunque pensara lo contrario. Ahora me doy cuenta. Me ha parecido divertido que el moderador fuera un personaje sacado de una de esas películas de cine quinqui de los ochenta sobre El Vaquilla. Voz ronca por el tabaco, piel morena y el pelo a lo Camarón, rizado y hacía atrás con los lados más rapados y patillas largas. Ropa de montaña ancha que le daba un aire hippie mezclado con los tatuajes talegueros más decadentes, con forma de flores, puñales e imperdibles, que escondía en ambos brazos. Mientras hablaban, en mi cabeza sus palabras retumbaban como una música extraña, como esas canciones que escuchamos por la calle, que suenan a todo volumen a última hora de la tarde y proceden del interior de una casa a la que no estamos invitados. Canciones de una fiesta ajena. Mi cabeza latía muy deprisa, al ritmo de una batería, con cada nombre del ser querido al que habían hecho daño por culpa de la bebida. He cerrado los ojos un momento: veía manchas de colores con formas raras. Se movían. Animales deformes que a ratos parecían dinosaurios con los ojos y la boca muy grande. La tenían abierta, como pidiendo ayuda.

***

Releo lo que escribí ayer después de la primera sesión. Me ha recordado a un poema de Luis Chaves. Funciona igual de bien si la protagonista, en lugar de ser la voz de Nina Simone, es una botella de cerveza: 

los animales que imaginamos

esto que ves antes no existía. dice
las personas acomodan sus sombreros.
corrigen sus posturas y sonríen desde el papel.

es agosto y llueve con la voz de nina simone.
el apartamento es una cama gigante
donde se cubren las partes duras del amor.

afuera el mundo gira como siempre.
unos viven esperando el autobús de regreso.
otros adrede dan direcciones equivocadas.

en una habitación en pleno centro de san josé.
al colchón se le salen las entrañas.
faltan sillas para las preguntas.
hay noches desbordadas en los ceniceros.

ella es una niña que crece
como la santalucía entre las ranuras de concreto.

sentado frente a la lámpara.
él junta sus manos y aparece un pájaro en la pared.
mirá cómo camina este elefante. repite ella.
él enrola otro cigarrillo y cambia de canal.

se habla de dios. la muerte.
desnudos o en ropa interior.
bajo las sábanas las rodillas como cabezas atentas.
él lee cuentos con la sangre en llamas.
ella se duerme justo antes de llorar.
es la voz de nina simone y llueve como agosto.
hay latas vacías junto a las pantuflas.
ropa tendida en el alma de los dos.
desde los extremos de la mesa.
sus miradas se encuentran
como regresando de pueblos lejanos.

ella canta el blues de la negra. confunde las estrofas.
da golpecitos con el índice a su reloj.
de noche él deja sin seguro la puerta.
para que el miedo salga a caminar.

pero el tiempo no entiende de estas cosas.
para él todos son animales.
todos tienen lecciones que aprender.
y un viernes hay una grieta en el aire.
la puerta trasera abierta de par en par.
un pájaro dibujado con tiza negra vuela en la pared.

en un cajón remoto calla nina simone.
así tuvo que ser. piensa él.
que ya no frecuenta ciertos lugares.
y a veces se queda quieto de repente
cuando escucha pasos minúsculos en el cielo raso.
recuerda el tono atropellado de sus palabras:

todo el invierno es agosto
y llueve siempre como su voz

***

En la segunda sesión uno de los participantes ha dicho que para entretenerse por las tardes se fija en las manchas de humedad del techo del salón. Las cuenta, una a una, en voz alta, como si fueran ovejas. Como un niño antes de dormir. Decía que le daban ganas de golpearlas hasta que se callaran. Igual que hizo una vez con su perro cuando lloraba o con la manguera de una máquina de gasolina medio rota que no paraba de pitar. Yo sé qué animal podría representar lo que me pasa: el alcohol es mi ballena blanca. O morada, como la de la versión de Pinocho de Disney que me daba tanto miedo de niño. Me hacía esconderme debajo de la mesa camilla cada vez que poníamos la película y llegaba la escena en la que despertaba bajo el agua y lo único que se veía en la pantalla era un enorme ojo. O quizá todo sea parte de ese lazo feroz, indestructible, culpable de todos los éxtasis y todo el horror, que se llama dependencia, con el que Nan Goldin, en el prólogo del The ballad of sexual dependency, describe el amor y la entrega al otro.

***

N y yo salimos para Ecuador hoy. Nos esperan doce horas de vuelo. Llevo varios libros y una maleta pequeña de 10 kg para dos meses. En el aeropuerto, mientras esperamos para embarcar, veo un cartel que tiene escrito en grande «100 años contigo» un slogan acompañado por otro que dice «Y nos quedan muchos más» con una tipografía más pequeña debajo. Promete lo que somos incapaces de dar. En la imagen aparecen unos padres con su hijo sonriendo mientras los mayores sujetan una copa en la mano. Es engañoso, repito para mí mismo, cada vez que un anuncio muestra una familia feliz o una pareja de escapada rural. Son todos tan perfectos, los colores encajan con la atmósfera, la casa en la que viven tan grande y bien iluminada, encaja el brillo del coche bañado por el sol, la mesa en el centro del jardín donde esperan sentados la comida. Hasta las copas encajan como parte imprescindible del decorado. Algo que se da por hecho que los hará más felices. Una dependencia socialmente aceptada y promovida por los estados y las grandes multinacionales vinculadas con marcas de alcohol que cada año gastan millones en spots televisivos atractivos y frescos. Tan fresco como un trago de alguna de sus bebidas. Los anuncios son engañosos, repito en mi mente, mientras enseñamos nuestras tarjetas de embarque y entramos en esa pasarela que conecta el aeropuerto con el avión con forma de probeta gigante a través de la cual parece que saldremos a un nuevo mundo.

***

La azafata lleva en la mano un vaso de plástico lleno de vino. Se lo da a un hombre que hace poco ha pasado por delante de donde estoy sentado tambaleándose camino al baño. Olía como si se hubiera quedado encerrado en el sagrario de una iglesia una semana entera. A perro mojado. Me gusta. Inhalo fuerte y en silencio, como si estuviera esnifando una raya de aire viciado. Da igual lo lejos que estemos de casa, los olores nos persiguen como esas moscas que se pegan a nuestra piel en verano a la hora de la siesta. Son insistentes, como esas canciones de electrónica más dark que ponían en las discotecas a finales de los años noventa. Nunca desaparecen del todo. Ningún amor termina, yace en la cara oscura de la mente como los objetos en el cuarto luego de apagar la lámpara, escribe María Moreno. Ningún amor termina. Tampoco ninguna adicción.

***

En este oficio hay demasiados tópicos construidos alrededor de la idea de la genialidad y el alcohol. Sobre los autores malditos y cómo su adicción los empujaba a hacer cosas que otros no podían. Valdrían como ejemplo Fitzgerald, Carver, Cheever, Stella Díaz Varín o Anne Sexton, solo por citar varios de tantos personajes famosos vinculados con este fenómeno. Pero no es cierto. Por qué nunca se habla de lo que podrían haber hecho si hubieran estado sobrios, de las horas que habrían pasado escribiendo en lugar de romper botellas contra el suelo o la pantalla de un televisor ¿Es que Carver no lloraba luego desamparado y se arrepentía y por eso nos inspira mucha más ternura que el retorcido y estúpido de Bukowski? En todos sus poemas Carver busca algún tipo de redención, por mínima que sea, que le permita dormir y comer tarta. Fotografiarse como un padre normal junto a sus hijos el día de su cumpleaños. ¿Por qué nunca hablamos de los ejemplos que de verdad son buenos? Ahí está Marguerite Duras, que solo fue capaz de escribir El amante, su obra cumbre, después de romper con una pareja veinte años menor que ella, con el que mantenía un ritmo de vida parecido al que llevaban Jack Lemon y Lee Remick en la película Días de vino y rosas de 1962. El alcohol hace resonar la soledad y termina por hacer que se lo prefiera antes que cualquier otra cosa. Beber no es obligatoriamente querer morir, no. Pero, uno no puede beber sin pensar que se mata. Vivir con el alcohol es vivir con la muerte al alcance de la mano. Lo que impide que uno se mate cuando está loco de la embriaguez alcohólica, es la idea de que, una vez muerto, no beberá más, escribió la Duras en un texto que trata su adicción y su manera de relacionarse con el mundo a través de ella y en el que palabras como botella, soledad o alcohol resuenan como disparo, muerte y pistola. Nuestro pueblo a menudo llama a los objetos según la forma en que los destruimos, dice Ben Lerner en un poema que habla de cómo, incluso a través del lenguaje, nos empeñamos en arrasar con todo lo que queremos hasta que no quede el menor rastro.

Graffiti visto en un muro de Cuenca

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Pienso mucho en un momento de la primera sesión de grupos: vi llorar a un hombre de la edad de mi padre. Me gusta contar las veces en las que he visto a mi padre llorar. Las colecciono y las guardo para mí, conservadas en mi mente como esos bichos que sobreviven millones de años bajo tierra fosilizados. Me gustaría montar con ellas una película que se titulara «Escenas de mi padre llorando», como el cuento de Donald Barthelme. Serían fotogramas muy saturados al estilo de una vieja película doméstica, una experimental en la que salen niños con pañales corriendo por el patio en verano, sobre roscos hinchables en una piscina, mi madre echándose el tinte en la peluquería, mis abuelos sin camiseta, o con una muy fina de tirantes al estilo de Clint Eastwood, jugando al dominó o dos preadolescentes con batines y nerviosos la mañana del 6 de enero porque todavía creen en los de Reyes Magos. Una película como las de Jonas Mekas o la que mi padre dirigió y filmó, en secreto, de manera constante durante años, con mucho cariño y poco presupuesto, para que llegara a nuestras manos. Mi padre usaba la música y los vídeos para expresarse, le costaba menos que decir te quiero o que dar un beso. Las escenas de esos vídeos tienen tonos suaves, si se pasan despacio provocan el mismo efecto que una caricia. Verlos todos seguidos provoca una sensación parecida a crecer de golpe, como cuando paseamos por el campo y nos pinchamos muy dentro con algo diminuto e invisible que no podemos sacarnos: vislumbrar en el camino, de cuando en cuando, breves momentos de belleza. Uno de los momentos favoritos que conservo es el de una mañana de invierno en la que buscábamos su viejo coche, después de pelearnos un rato por los regalos de Navidad para el resto de la familia. Recuerdo nuestras cabezas levantadas, nuestros ojos pasando revista uno por uno a los vehículos hasta encontrarlo. El sonido de un disco de los Beatles dentro del coche y su gesto con la mano para que no hiciera ruido, como si los vehículos del parking público fueran animales dormidos en la oscuridad, preparados para salir corriendo fuera de su guarida a la más mínima señal de peligro. Me gusta pensar en él así, sonriendo y cantando en voz alta inventándose la letra de las canciones. Nunca comprendí por qué nos costaba tanto hablar sin terminar discutiendo, por qué siempre volvíamos a casa en silencio con el sonido de la música de fondo mientras fingía que nada le importaba.

Fotograma de una película familiar casera en Super-8

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N y yo cogemos una buseta para ir de Guayaquil a Cuenca. Esperamos en una oficina con varias personas más. En la tele echan un programa, Acordeones y sentimientos, un reality en el que los participantes interpretan sus temas de vallenato favoritos. El premio son dos entradas para un concierto. El aire acondicionado está tan fuerte que parece que estamos en el Ártico más que en el trópico, ¿acaso es suicidio cuando los pingüinos se rinden? Se tumban, nada más, escribió Diane di Prima en un poema que habla del amor entre algunas especies que mantienen la misma pareja de apareamiento toda la vida. Que resisten, se empeñan en seguir juntos durante años. El ruido del agua cayendo siempre al mismo ritmo de la consola a una botella de plástico me relaja. Lo normal sería que me pusiera nervioso. Pero hoy no. Me pongo una sudadera, cierro los ojos y, como uno de esos animales, me recuesto hasta que nos llamen. El sonido de las gotas es como un mantra que desconecta mis neuronas por un rato.

Graffiti de carretera en un camión de Ecuador

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Nunca creemos que llegaremos a viejos. Incluso nos reímos de esos poetas ancianos que escribían sobre el mar y las montañas, de cómo se sentían perdidos en la inmensidad del tiempo y del espacio. Nunca creemos que nos pasará lo mismo, ¿qué vamos a hacer con la rima interna / ahora que somos los viejos de / quienes nos reíamos? / Ahora que se activaron / los efectos secundarios / de todo lo que nos metimos / el milenio anterior, escribe Luis Chaves en un poema porque sabe que toda adicción tiene consecuencias que rebotan contra nosotros, golpeándonos como si fuéramos un saco de boxeo, un boxeador con poco pelo y varios dientes rotos. Nunca creímos que seríamos aquello que tanto odiábamos. Eso que tanto miedo nos daba: adictos incapaces de controlarse, que sufren por una dosis más de su droga favorita. Esos viejos poetas que solo saben hablar en pasado del amor.

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Sentado en el bus, miro dormir a N y me fijo en las inscripciones que llevan cada uno de los buses que nos adelantan: «Diosito soy tu guerrero», «Siempre cachito de oro», «Pite y pase», «El rey de corazones» o «El amor es mi única adicción». Agarro su mano y pienso que me gustaría escribir un poema que fuera tan largo como un verano. Esa idea tan genial no es mía, es de Jack Spicer. En un texto dice que le gustaría escribir un poema tan lento como un verano y tan largo como California. Voy en un bus que atraviesa la cordillera en julio, lleno de gente que evita tocarse, por muy cerca que estén unos de otros, para aprovechar al máximo el poco espacio del que disponen. Un bus en el que ponen a todo volumen canciones de tecnocumbia de Gilda o Sharon que retumban por la noche en mitad del páramo. Una discoteca sucia e itinerante con neones de colores, parecida a los circos que recorrían los pueblos a principios del siglo pasado. Esa música extraña que te hace sentir un poco triste y al mismo tiempo sonreír por la ventanilla como el personaje de una telenovela. Hago un par de fotos de N durmiendo con la cordillera y las nubes de fondo. Parecen un cuadro. Solía pensar que nunca perdería a nadie si lo fotografiaba suficiente. De hecho, mis fotografías me muestran lo mucho que he perdido, dijo Nan Goldin en una entrevista. Hago un par de fotos más para que, por lo menos, algo de este pequeño momento permanezca intacto.

Fotograma de una llama escondiéndose fuera de plano

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Bajamos en la parada de descanso. Estamos muy arriba. Se nota por las nubes que forman una pasarela por la que casi se podría caminar. Un poco más adelante entraremos en la zona del páramo. Ahí solo crecen chuquiraguas, que cuando están secas parecen cactus deformes y cuando se abren mutan a flores de plástico, o pajonales, arbustos tan peludos que de lejos se confunden con perros viejos acostados o esos pequeños animales retorcidos que se esconden al final de las botellas de aguardiente, disecados por el efecto del alcohol. Seres vivos que resisten y se reproducen hasta en los lugares más difíciles: plantas que florecen en invierno. Podría ser un buen título para un disco de Da Pawn. Igual ya existe. Seguro que alguien ya pensó en todo esto. Aprovecho para respirar antes de que atravesemos el tramo que falta de la cordillera y llegar a la ciudad. Una pequeña mancha marrón se inclina a lo lejos sobre una de las lagunas. Seguro es un venado, hay muchos por aquí, el corazón es una fiera que va a beber donde quiere, escribe Roy Sigüenza en un poema. Si se pinchara la rueda o nos perdiéramos aquí, tardarían un buen rato en encontrarnos.

Fotograma de nubes por debajo de las montañas y de las ruedas de una buseta

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N dice que esta carretera es como andar borracho: cambia el clima cada poco, primero hace sol, luego se nubla, a veces llueve, otras se despeja. A ratos no ves nada, de repente estás muy arriba pero siempre te invade una sensación de querer tirarte desde lo más alto. Confías en que detrás de tanta niebla habrá algo esperando. Traducimos poemas de Alice Notley para entretenernos mientras viajamos en una buseta que atraviesa la mitad del mundo y suena a todo volumen «Tu amor es una trampa, una trampa maldita», de Ana Bárbara por los altavoces. Este es nuestro favorito: toda mi vida / desde los diez años / he esperado / para estar / en este infierno / contigo; / es lo único / que quise, y / todavía quiero.

Gilda cantando en un programa en vivo de TV

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Una mujer sentada a nuestro lado da pequeños bocados a un sándwich envuelto en papel de aluminio. Los rayos de sol impactan directamente sobre él y rebotan contra las caras de los pasajeros y las nuestras. ¿No ocurre algo parecido cuando nos enamoramos?: una luz desconocida nos ilumina y nos ciega al mismo tiempo. Dejo caer mi cabeza sobre la de N, mientras atravesamos las lagunas del páramo. Estamos a más de 5.000 metros de altura y se siente parecido a una leve resaca. Vamos como flotando, mecidos por el contoneo del autobús se nos cierran poco a poco los ojos ¿A dónde nos llevará esta carretera? Es una pregunta que seguro nos perseguirá los años siguientes. Lo importante de cualquier viaje es saber volver a tiempo, renunciar de manera natural a esos nuevos espacios en los que fuimos felices, aunque nos cueste hacerlo. Un zorro sale de la nada, cruza corriendo por mitad y se lanza a las ruedas del auto. Cada año la gente se separa, se enferma, se muere. Sobrevivir es un mérito, escribe Romina Paula en un libro que intento leer mientras el conductor hace giros bruscos, al estilo de un piloto de Fórmula 1, para esquivar al animal y los agujeros provocados por los desprendimientos de tierra. Casi lo atropellamos mientras escribo esto. Consigue escapar y corre hacia las montañas haciendo eses, medio borracho, drogado por la adrenalina provocada por el subidón, por esa mezcla tan potente y adictiva de susto y riesgo. Repite conmigo: ¿no es esa otra definición posible para cualquier relación de dependencia, incluida la del alcohol?: Lanzarse de cabeza a una piscina vacía sabiendo que nada amortiguará el golpe cuando toquemos fondo. Necesitar mucho algo, aunque sepamos que nos terminará haciendo un podo de daño. Escucho de fondo las ruedas de la buseta, aplastando todo el rato piedras e insectos. Siempre lo mismo, afuera y adentro. Un pitido constante, agudo, grillos atrapados en mi cabeza que cuando cierro los ojos no paran de sonar. Siempre el mismo ruido, el miedo como un hit perpetuo: animales extraños convertidos en ruido blanco.

***«Tonto corazón» es el título de una canción de Santiago Motorizado y Vicentico del álbum Canciones sobre una casa, cuatro amigos y un perro.

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