Cada vez escucho peor. 

Me di cuenta porque empecé a hacer el gesto de entornar la cabeza a la derecha para disponer mi oreja izquierda al sonido. 

Ahora directamente ahueco la mano detrás de esa misma oreja para hacer una pared a donde las palabras reboten y lleguen con más claridad.

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Mi madre usaba tapones en los oídos de día y de noche. Decía que escuchaba hasta las pisadas de los sapos en la galería de afuera. Si alguno de nosotros hacía ruido a horarios inconvenientes, pegaba gritos que eran como lanzas. Su risa era explosiva y conversaba con algunos animales por medio de silbidos.

¿Qué elegís, escuchar peor o escuchar pisadas de sapos? 

Por las dudas aprendí a moverme por la casa, abrir puertas y cerrar ventanas, como si fuera un fantasma. Todavía no aprendí a silbar.

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Una compañera de trabajo contó que hace unos años perdió el ochenta por ciento del oído por un episodio de estrés. Se hizo tratamientos, rehabilitación y recuperó bastante capacidad. Aún hoy, si está en una actividad con gente, oye de fondo el ruido de una radio o una cascada. Los reconoce como restos de esa sordera. Antes le llamaba la atención la cercanía con agua en lugares improbables, en el medio de la ciudad.

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Es así: la imagen sonora necesita fortalecerse a través de los otros sentidos. No necesariamente porque sea débil, sino porque la percepción humana tiene gran dependencia de la percepción visual. Es decir, el sentido del oído necesita de la vista para confirmar lo que oyó. 

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Cuando John Cage se encerró en una cápsula que aislaba el sonido de afuera, buscando el silencio absoluto, escuchó cosas. Cuando salió, le dijeron:

El sonido agudo es tu sangre que corre. 

El sonido grave es el latido de tu corazón.

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Creo que el arte sonoro se está poniendo de moda. Una amiga va a abrir una residencia de arte sonoro en Microcentro. Suena a una residencia en el infierno. Otro amigo tiene una residencia rural e invitó a artistas sonoros a grabar sonidos del ambiente. En el mejor de los casos serán pisadas de pumas, escarceos de gatos monteses, chillidos de aguará guazú. Si no, viento. 

Un tercer amigo me mandó una convocatoria para una obra colaborativa de arte sonoro. Justo a mí, que escucho cada vez peor.

Los chillidos del aguará guazú son graves. No sé si se le dice “chillido”, es una mezcla ronca del lenguaje de perros y gatos. Se puede escuchar en YouTube.

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Además de que escucho peor, hace poco me di cuenta de que no reconozco las voces. Ni la del presidente, ni la del ídolo futbolista que dirige un club, ni la de la actriz que acaba de sacar un libro. Suena una entrevista en la radio y, cuando pregunto quién habla, mi novio responde: Ricardo Darín. 

Me pasa también con las canciones. Algunas veces no distingo a John de Paul, aunque sepa perfectamente qué temas hizo cada uno. No reconozco las voces de Violeta Parra, Ian Curtis ni David Bowie, como si hubiera bajado de una nave espacial esta mañana.

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Un amigo perdió la audición de un oído cuando le explotó un petardo en la mano. Le quedó un zumbido agudo permanente en el fondo de la cabeza con el que aprendió a convivir. Dice que ocupa todo el espacio, además del tiempo. Agradece que el pediatra de su pueblo le hubiera dicho que se le iba a pasar al poco tiempo con ejercicios. Eso lo ayudó a enfrentar la desesperación de las primeras semanas en que pensaba que se iba a volver loco. Más adelante, otro médico le dijo que no, que no se iba a curar, pero con el tiempo la sensación de escucha iba a ser otra. Es cierto, en general, ni se acuerda del zumbido. 

—Ahora que lo estoy nombrando —dice mi amigo—, lo escucho mucho más fuerte. Como si supiera que estoy hablando de él.

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Mi amiga profesora me contó que la nueva moda entre los adolescentes es decir una frase incomprensible para provocar un: “Eh”. A propósito.

¿Eh? 

Profe, le robé un “eh”.

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La semana pasada conocí finalmente a Ernesto. Cuando escuchó los pasos del perro, sus uñas en el piso de azulejo, dijo: llueve.

Más temprano vio agua correr en las obras del artista Gyula Kosice, y nos explicó: es el mar.

Además de escuchar con ayuda de la percepción visual, las personas tenemos un archivo mental de sonidos. Escuchamos lo que conocemos. Ernesto tiene dos años y es de Mar del Plata.

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Cuando era adolescente organizaba retiros religiosos. Un chico era muy bueno dando charlas y hacía lo siguiente: mientras hablaba, golpeaba firme y delicadamente la mesa en la que estaba sentado. Con cierto ritmo, podía pasar por costumbre. Al final de la charla se quedaba callado y seguía con ese golpe que, de apenas perceptible, pasaba a ocupar toda la sala. Después frenaba y quedaba el silencio. Algo que está siempre y uno da por sentado y solo nota cuando no está. Eso era el amor de dios.

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Me la paso diciendo: ¿eh?

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Un amigo me contó que comió con una directora de cine que está grabando sonidos de plantas para usar en su próxima película. En una mesa larga en un restaurante, los hizo escuchar el sonido de la albahaca.

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Los miércoles a la mañana hacemos yoga en una sala del primer piso del museo donde trabajo. Es una hora antes de nuestro horario de ingreso, que es una hora antes de que abra, que ese día es una hora antes que el resto de los días. La sala de educación que ocupamos con nuestras mats queda enfrente de la sala 2. Cuando estamos terminando la clase, por entrar en el momento de relajación, del otro lado de la puerta se prende el televisor con una obra de un artista conceptual. Es un video en blanco y negro en el que el artista repite sin parar: “Estoy haciendo arte. Estoy haciendo arte. Estoy haciendo arte”.

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Atrás del museo están haciendo desde hace un año un complejo de departamentos. Me hace acordar al amor de dios.

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Unos científicos argentinos hicieron estudios con benteveos y descubrieron que los músculos del canto se activan durante el sueño. Repiten los cantos alegres, pero también los de apareamiento y ataque, como si fueran pesadillas. De noche, los pájaros cantan en silencio.

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Algunas voces sí las reconozco. La de Gustavo Cerati, por ejemplo. 

No lo soporto.

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Otra directora de cine dijo: la imagen y la palabra comparten la fuerte relación con el referente. Si digo manzana la gente entiende manzana. En cine: si pongo una mesa es muy difícil que se la confunda con un perro. La única forma de evitar eso, la tiranía de la representación, es con el sonido. Un ruido puede ser distintas cosas. Abre. La ambigüedad del sonido permite liberarnos del enorme dogmatismo y adoctrinamiento de la palabra y la imagen.

En cine está bien. Pero, ¿cómo llevar esa ambigüedad a la literatura? 

Ojalá escuchara cada vez mejor.

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Al final de su vida, Guillermo Enrique Hudson, naturalista argentino que escribía desde Londres y en inglés, recordaba el canto de unas 150 especies diferentes de aves pampeanas. Había dejado la Argentina a los 33 años para instalarse en Inglaterra. Nunca más volvió. Hasta su muerte, a los 81, escribió más de 20 libros entre novelas, artículos, cuentos, memorias y crónicas sobre sus recuerdos del campo argentino. Esos sonidos particulares de cantos, que no pudo volver a escuchar, eran una forma de volver a casa.

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