Percibí que estaba ahí desde que entramos a la casa por primera vez. No soy capaz de explicarlo, era como si alguien me observara fijamente. Y no solo era el peso de una mirada, sentía como si quisiera hacerme daño.

Pero por más que busqué por todas partes no encontré nada, ni a nadie. 

Me costó mucho tiempo acostumbrarme, pero aprendí a vivir con eso. No teníamos otra opción. 

En algunas ocasiones hasta llegué a olvidarme del asunto. Es curioso cómo los humanos nos acostumbramos a cualquier cosa, incluso a vivir con miedo.

El problema vino cuando aquella presencia, que hasta ese momento había sido invisible, se hizo carne, o humo, o no sé qué cosa. Antes, solo se manifestaba a través de sensaciones. Entre más pavor me provocaba, más fuerte la sentía, como si se alimentara de mi miedo. 

La encarnación sucedió un miércoles por la noche. Yo estaba leyendo en mi cuarto recostada en la cama cuando de repente entró David a la habitación, con el rostro pálido y los ojos muy abiertos, como platos.

—¿Qué pasó? —le pregunté dejando el libro abierto sobre la cama. 

—No te asustes —dijo casi susurrando, luego estiró su mano para agarrar la mía y con un gesto me pidió que lo siguiera. 

Avanzamos lentamente por el pasillo rumbo al salón sin encender las luces. Inconscientemente imité su forma de caminar. Andábamos de puntillas, evitando dar señales de nuestra existencia. En ese momento lo supe, se trataba de ella, no podía ser otra cosa. 

Cuando llegamos al final del pasillo, David me hizo un gesto para que me asomara hacia el salón y entonces la vi postrada sobre la mesa del comedor. Era una nube gris densa, contenida en la forma de una esfera. Pude notar que vibraba o que respiraba, y que giraba muy lentamente sobre su propio eje, como un planeta. 

Nos quedamos un rato mirándola sin hacer ruido, hasta que David rompió el silencio y me preguntó en voz alta: 

—¿Qué hacemos?

Le ordené que se callara llevándome el dedo índice hacia los labios con fuerza. Luego con gestos y ademanes le reclamé por su imprudencia. Él puso los ojos en blanco y regresó a nuestra habitación dejándome sola con mi miedo. Yo no pude moverme, no pude seguirlo, me quedé observando la presencia desde el pasillo para ver si pasaba algo, si cambiaba de forma, se movía de lugar o desaparecía, pero no sucedió nada de eso. 

Pasó un buen rato antes de que el sueño me venciera y decidiera regresar a la cama. Aquella noche recé antes de quedarme dormida rogándole a Dios que la presencia desapareciera, pero cuando despertamos al día siguiente, ella todavía estaba ahí. Incluso me pareció que era todavía más grande. Pero como sucede siempre que hay algún problema, la luz de la mañana nos hizo ver la situación menos trágica, y nosotros, por alguna razón, estábamos más tranquilos.

David fue el primero en acercársele, y yo de inmediato lo seguí. La presencia vista de cerca me pareció casi inofensiva, pero irradiaba un calor insoportable. No me atreví a comprobarlo, pero estoy segura que de haberla tocado, me hubiera quemado la piel. 

—¿Qué vamos a hacer? –le pregunté ahora yo a David muy quedito, y no supo qué contestarme.

Caminamos instintivamente hacia la cocina. Nos habíamos ido a la cama sin cenar la noche anterior, así que preparamos el desayuno. Para ese momento, la criatura ocupaba casi todo el espacio de nuestra mesa, así que nos vimos forzados a comer sentados en el sofá, uno al lado del otro, como estadounidenses frente a la televisión, pero en vez de mirar una pantalla, estábamos absortos en el movimiento hipnotizante de la presencia. 

—La verdad es que no nos hace nada —dijo David hablando alto y claro.

—Y yo como quiera ya la sentía desde antes —le contesté resignada. 

Entonces comenzamos a ignorarla. Necesitábamos seguir viviendo, había que salir a trabajar para poder pagar la renta, los servicios, la comida. Pertenecemos al grupo de gente a la que no le es posible perder la cabeza. No nos alcanza.

Lo que sucedió después fue que la presencia fue creciendo en tamaño y conquistando nuestro espacio. Ya no era el miedo lo que la alimentaba, absorbía la energía de nuestro estrés. Aun cuando nos cuidábamos de no expresarnos con palabras frente a ella, se daba cuenta. 

Y creció hasta abarcar todo el salón. Entonces ya tampoco pudimos usar el sofá. Por un momento pensamos que si cerrábamos la puerta la contendríamos, pero estábamos equivocados. Su masa, aparentemente gaseosa traspasó los muros y al cabo de unos días recorrió el pasillo y entró a nuestra habitación. David alcanzó a sacar las almohadas que acomodó en el suelo de la cocina proponiéndome que nos acostáramos ahí.

—¿Estás loco? No vamos a dormir en la cocina —le dije— ¡Nos vamos a tener que mudar! 

Casi al mismo tiempo, a una amiga mía le pasó algo similar. Una presencia extraña llegó a su vida, pero según lo que me contó, la suya era más espesa, más oscura, viscosa como chapopote y mucho más pequeña. Dijo que cabía en la palma de su mano.

Me contó que la primera vez que la vio, pensó que el gato había vomitado sobre su cama porque notó una mancha extraña casi al borde. Esa noche ella había llegado tarde del trabajo y estaba tan cansada que decidió ignorar el asunto. Se acostó lo más lejos que pudo y se quedó dormida casi de inmediato. Al día siguiente, cuando despertó, quiso meter a lavar la colcha para deshacerse de la mancha, pero no la halló por ningún lado, así que supuso que se había confundido con alguna sombra.

Después de despertar a su hija, ayudarla a arreglarse y desayunar, la acompañó a la puerta porque el padre la recogería para llevarla a la escuela. Una vez que se encontró sola en casa, mi amiga se desnudó frente al espejo para meterse a bañar y ahí volvió a verla. La presencia se le había pegado al pecho.

Rápidamente se metió a la regadera para lavársela, pero el agua no parecía afectarle. Se raspó con violencia intentando desprenderla, pero no consiguió nada. Después trató con alcohol y solvente de pintura, y nada . Finalmente se acercó la llama de un encendedor para ver si con el fuego se le despegaba, pero tampoco tuvo suerte. Parecía que la presencia había entrelazado sus células con las de mi amiga. Para ese momento eran una misma. 

Al cabo de muchos intentos se dio por vencida. Siempre se puede vivir con algo así bajo la ropa, pensó. 

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