Antonio dio tres golpes secos con la muleta en el lateral de la barra.
— ¿No atiende nadie?
La camarera estaba al fondo, charlando despreocupada con un par de clientes ya servidos, mientras él esperaba desde hacía un rato en su taburete de siempre. ¿Era invisible o qué pasaba? ¿Es que ya no importaba? Al verle, la sonrisa de la mujer se transformó en una mueca de hastío. Se le acercó de mala gana, sin disimular. Había que joderse. Desde que murió Paco, Antonio sentía que tenía que pelearse para que le sirvieran un sol y sombra.
—Ya va, ya va. No de golpes, hombre, que me va a romper el bar. ¿Qué le pongo? ¿Lo de siempre?
Antonio asintió sin hablar y sin sonreír. Había dado los buenos días al entrar en el establecimiento y nadie había respondido, así que ya no le apetecía seguir siendo amable. En qué estaría pensando Paco cuando le dejó el negocio a semejante fulana, que tenía un pendiente en la nariz, como si fuera ganado, y los brazos llenos de garabatos. Y lo peor de todo: siempre ponía mala cara cuando él entraba por la puerta.
—Hoy le saco unas patatas, que con las aceitunas me deja el suelo perdido de huesos.
Le puso delante la copa y un platito con la tapa.
—¿Y qué pretende usted que haga con los huesos? ¿Me los trago? Los huesos se tiran, anda la ocurrencia.
—Claro que se tiran, pero no al suelo. ¿A que en su casa no tira la basura al suelo? Pues aquí, lo mismo.
—Coño, es que esto no es mi casa, es un bar.
—En los bares tampoco se tiran cosas al suelo. Ni en los bares, ni en la calle ni en ningún lado. La basura se tira a la papelera. Y los huesos de aceituna se dejan en el plato que siempre le pongo al lado o en una servilleta, que para eso están.
—Sí, claro, ahí en el plato, chupados. Eso es una guarrería.
—¿Y tirarlos al suelo no lo es?
—¡Si de toda la vida se han tirado al suelo!
—Bueno, pues en mi bar se acabó esa vida.
La mujer dio una palmada en la barra, como si con ello zanjase la discusión, y regresó a su extremo, a seguir con la tertulia. Antonio resopló a sus espaldas. Menuda gilipollez. Aquella tiparraca tenía suerte de que su bar le pillara justo debajo de casa. No, qué cojones, su bar: el bar de Paco. Con lo que le costaba moverse por la dichosa artritis, no tenía ninguna gana de ponerse a buscar otro sitio donde pasar las mañanas a salvo de las quejas de su mujer, pero si aquella loca seguía tocándole las narices igual terminaba por hacer el esfuerzo.
Malditas mujeres, todas iguales, siempre quejándose de tonterías. Dio un sorbito a su copa. Al menos el coñac era bueno. ¿Y lo de las patatas? ¿Quién le pone patatas fritas a un sol y sombra? Se ponen unas olivas o unos altramuces, pero no patatas, por el amor de Dios, qué guarrería. Cómo echaba de menos las gildas que preparaba Paco los fines de semana, cuando había partido. Miró alrededor y vio caras que no conocía en un espacio que había sido casi suyo pero que ya no sentía propio. En el rincón de siempre ya no estaban ni la tragaperras ni el futbolín, ahora lo ocupaban unas plantas y un par de butacas, todo muy moderno y muy descafeinado. Qué faena, sí señor. Paco le había jodido bien al morirse.

