Se rascó la cara. Sentía un hormigueo en la mejilla izquierda, pero no lograba localizarlo con exactitud. Su madre murió de cáncer de piel un par de años atrás, así que seguramente sería el despertar del melanoma congénito que llevaba tanto tiempo anticipando. Trató de ignorarlo, porque necesitaba concentrarse en el trabajo que tenía delante, no podía perder el tiempo en cosas que no estaban bajo su control. Levantó la vista de la mesa y miró el reloj que estaba en la pared de enfrente. Diez minutos. Se rascó la cara de nuevo, esta vez sin ser consciente de ello.
—¿Cómo vas, te da tiempo? —El susurro llegó desde el otro lado de la puerta, tan inesperado como un latigazo. Reprimió las ganas de contestar con un insulto, porque del susto había borrado los tres últimos datos. Respiró hondo, contestó que sí y siguió tecleando, casi frenéticamente.
Maldita la hora en que acepté, joder, no podía estar con mis cosas, como todo el mundo. Y encima, ahora, melanoma, como si no tuviera suficiente con esto. Me cago en mi vida.
Movía la pierna derecha sin parar, subiendo y bajando el talón en un bucle infinito de dos movimientos perpetuos. Se rascó la cara otra vez. Le sudaban las manos y se las secó en la camiseta. Había leído que tener las palmas de las manos húmedas, podría llevar a desarrollar una especie de dermatitis, causada por un hongo muy resistente, así que trataba de mantenerlas siempre limpias y secas. Era consciente de que la camiseta también estaba ligeramente sudada, pero no tenía una opción mejor. Se cambiaría de ropa en cuanto llegara a casa, aunque en el fondo sabía que era demasiado tarde y que el dichoso hongo vivía feliz bajo sus axilas tropicales, acogedoras, cubiertas de esporas diminutas.
Quedaban siete minutos. Metió la mano, ahora plagada de cáncer y eccema, en la mochila que había dejado en el suelo, a sus pies, y sacó una bolsa de almendras. Sin retirar la vista de la pantalla del ordenador, la vació entera en su boca. No quedaban muchas: las suficientes para recargar sus reservas de minerales y vitaminas. El calcio y el magnesio ayudarían a su cerebro, seguro, y probablemente también le irían bien a su ruinoso sistema inmune. Además, masticar calmaba sus nervios.
—¿Te falta mucho? —El susurro impaciente irrumpió de nuevo en su espacio de trabajo, sin ningún tipo de respeto.
—¡Que sí, que te calles, coño! —Paró justo a tiempo el grito que merecía, pero no la almendra sin masticar, que, perfecta, íntegra y llena de determinación, se desvió de su camino y bajó por la tráquea hasta quedar firmemente encajada en mitad del conducto.
El asombro le agrandó los ojos. Trató de toser, pero no lograba coger aire. Se levantó con tanta fuerza que tiró la silla, armando un escándalo imposible. La puerta se abrió de golpe, pero apenas fue consciente de quién la había abierto, porque, en ese momento, ya daba igual. Qué más daba si les habían descubierto, si les pillaban y les expulsaban o si al final suspendían, qué más daba ya todo, si lo importante era poder morir de un melanoma, joder, o mejor: de un carcinoma, que son más lentos y no duelen, pero no así, con la cara azul y boqueando como un besugo fuera del agua, como un imbécil con convulsiones y con níscalos creciendo en los sobacos.

