No me pidan que revele lo que ignoro
y lo que sé tampoco.
Hay cosas que se guardan
como oro bajo tierra,
porque no son mías
sino del tiempo (…)
Georgina Herrera
Cuenta la leyenda que cuando los blancos se quedaron sin negros que robar del África occidental, comenzaron a montar en los barcos a los reyes y príncipes. Era un poco más complejo, había que batallar duramente, pero sus hierros y sus armas modernas facilitaron el agravio. Cuenta la leyenda que las guerras internas y los desplazamientos hicieron que miles de yorubas fueran capturados y vendidos en los puertos de la Costa de los Esclavos, sobre todo tras la caída del Imperio de Oyo, el Reino de Oduduwa, primer Rey de Ilé-Ifé, Óóni fundador de la tierra sagrada.
Los blancos fueron ganando territorio y apretando negros en el fondo de los barcos, donde no había ventanas ni agujeros de luz, atados de manos y pies, unos a otros. Los secretos del viejo mundo venían en sus vísceras en forma de semillas, tragadas como la palabra sagrada frente al castigo. Sobrevivir al barco era la primera de las proezas1. Hasta los tambores les habían quitado, el ruido molestaba a los blancos, decían, o era que los negros alrededor de los tambores se transformaban en aves, serpientes, y hablaban con dioses en lengua desconocida.
Dicen los que saben que Oduduwa fue condenado a la inmovilidad de un espacio de seis pies, a 40 grados, hambreado y hacinado. Sin lengua, apretó las palabras con los labios y bendijo el destierro. Luego de venir del Este y conquistar las tierras sagradas, el gran ancestro llegó moribundo y desnudo al continente que será. Había logrado atravesar el Atlántico con una bolsa de tela negra, con arena bendecida por Olodumare y el secreto en su interior. Cuenta la leyenda que Oduduwa llegó a Cuba, tierra nueva, convertido en Orisha.
En su mano traía a Orula. Orula era su lengua.
***
A mi casa entraron los santos antes que yo misma. Es más, cuando yo iba a entrar me leyeron una cartilla: “Orula es un santo muy sensible“ y yo, que poco supe nunca, me conformo con sacarles el polvo de la semana, pedir permiso para comerle las frutas, mirarlos con cariño de vez en cuando.
Desde que Orula vive en mi casa (o yo en la suya) me he dedicado a escucharlo todo. Convivir con una persona que practica la fe religiosa, luego de yo nacer en un sitio al que apenas llegaron los rituales africanos, ha encendido en mí la insidiosa curiosidad de quien tiene algo nuevo e inmenso que aprender. En Pinar del Río, mi pueblo, casi no había caña de azúcar, ingrediente principal de la trata. Los colonizadores desplazaron el cultivo del tabaco al rincón occidental para que los cañaverales crecieran libres, amplios, y pronto hubo más negros que blancos en el resto de la isla, al menos eso contaban los españoles en sus pesadillas. La religión yoruba llegó a Pinar del Río por San Juan y Martínez, tierra de sacerdotes famosos. Poco más avanzó.
La Habana es otra cosa. Una sorpresa de religiosidad incorporada. En los hospitales que visitaba gracias a mis estudios, siempre había un espacio para la sanación divina, una trenza de colores en la barriga de las mujeres embarazadas, un trapito rojo, algún médico de bata blanca y collares. Tiempo después tuve mi primera casa en la ciudad, planta baja de un edificio de micro en Nuevo Vedado (vaya rareza) en el que todos los vecinos eran creyentes. Yo era, sin más, “la blanquita” a la que el vecino inmediato, babalawo, venía a excusarse cada vez que celebraba un santo o alguna ocasión que mereciera el sacrificio de gallinas y guineas, de carneros y chivos. Bastante incómodo era llenarme de sangre los pasillos y de tambores el silencio. Yo era la “extranjera” que se despertaba en la mañana con las campanas de mi vecina de los altos, que se encerraba a escuchar los cantos sagrados, a grabarlos por la ventana, sin que se dieran cuenta. Era para mí un misterio, sin otra provocación que conocer lo de siempre, lo de todos, para no quedarme fuera.
Luego emigré. Mis casas podrían contar una historia de soledad y tristeza, de trabajo y estudio, de hambre, frío y enfermedad. Pero ¿quién no ha pasado por eso? El primer año como inmigrante no mata, tampoco te hace más fuerte, pero pone algunas cosas en perspectiva. Justo al término del año me enamoré y me mudé a mi primera casa en el exilio: la casa de la magia. Me mudé con mi pareja que es muchas cosas, pero primero es babalawo, sacerdote de IFA, padre de los secretos.
Convivir con una persona religiosa es conflictivo, sobre todo si no has lidiado nunca con la fe, si tu formación y tus métodos de entender la vida son más racionales que emocionales. Lo retador no está en los rituales ni en las creencias, sino en comportamientos sociales que tienen mucho que ver con lo humano y no tanto con lo divino: señalamientos a las mujeres, estándares de comportamiento, un “deber ser” que no corresponde a nuestro modo de vida. Es un reto porque tu casa está abierta a cualquier persona que busque guía y consejo. Gente de la que no sabes ni el nombre. Porque el espacio es otro, la tierra es otra, los toques y el sacrificio animal no se pueden ni disimular. Y por si fuera poco, hay que inventarse formas de acompañar, marcar el límite entre la curiosidad y la devoción, entre lo cultural y lo religioso.
Las complejidades de la interreligiosidad no son tantas en nuestro caso, pero pudieran ser incompatibles en otros. La diferencia es que, además, ambos escribimos y la forma en que asumimos la religión potencia nuestra creatividad y nuestras nociones de lo bello. Las escrituras y los rituales son un repositorio de historias, como esa de Oduduwa llegando a tierra americana con Orula en mano. Poesía que cuenta la historia de un continente, de nuestro país y nuestra identidad. Entonces, interpreto las rutinas religiosas de otras formas. Orula en mi vida significa cuidados: flores que limpian mi cuerpo y mi hogar, oraciones que me bajan la fiebre, cantos que me espantan los males de la cabeza.
Mi casa está llena de secretos que la sostienen; rincones a los que nunca podré mirar; recipientes llenos de silencios–si se abren cierro los ojos, me viro de espaldas–; libros con intertextualidades que por más que lea no les adivinaré lo sagrado, estratégicamente oculto. Los límites del misterio se estiran hasta que la fe o la ficción alcance. Ocupa lo público y lo privado. Define el sexo, la intimidad de un cuerpo desnudo moldeado por la memoria del dolor ritual, del inenarrable dolor de los principios, de los cuartos a los que solo entran hombres fuertes, nos guste o no.
El misterio es el ojo de agua
donde nada termina de reflejarse.
He querido inútilmente reparar los silencios que babalawos viejos le guardaron a los blancos. Descubrir las ausencias de El Monte. Interpretar las fotos de antropólogos famosos, alternar los mitos y las razones, descifrar el enigma cóncavo/convexo del okpele. He insistido en copiar, editar, traducir, publicar los manuscritos casi deshechos de nuestro librero: la palabra misma aguarda el misterio y en la transmisión de sus oraciones al lenguaje común, se ha modificado la estética sonora de las formas primitivas. Él, “(…) siempre parco y medroso de revelar cosas sagradas y con frecuencia defendiéndose con la expresión entrecortada y hasta intencionalmente falsa y engañosa (…)”2. Ahí yacen los secretos de Miguel Febles, pasados de boca en boca, de mano en mano, sus ebbos, sus curas. No he tenido éxito. Aprendes que no todo se aprende. En los secretos habita la belleza de IFA. El hecho de que la globalización no haya inundado todos los espacios es un culto a la resistencia. No estamos totalmente despojados de secretos en esta época de desnudez y sobreexposición.
***
En el universo sagrado de los yorubas, donde la naturaleza ocupa el centro de todas las cosas y los orishas conviven de formas muy humanas, los secretos de IFA se ocultan en una sopera sobria, solemne, que será para siempre el asiento de Orula. Dentro habitan la luz y la oscuridad, un pedazo de vida del babalawo que no se recupera si se pierde. Y si se pierde algo se muere en su interior, según las escrituras, y fuera: se muere la casa y el cuerpo, las riquezas, la descendencia, se muere la paz. Dentro de la sopera de Orula aguarda el fuego que le da sustento a la vida, a la armonía de todas las cosas. Es el más grande de los secretos en la casa de un babalawo. En el universo de IFA, me cuentan, esa sopera está llena de piedras preciosas, de rubíes, oro y esmeraldas. De esa forma, si alguien quiere abrir el cofre de Orula con alevosía, será distraído por las tantas joyas, lo cegará la codicia y se llevará todo… menos los misterios.
El secreto está en el tambor
y en la boca cerrada…
El misterio suicidó a Belkis Ayón. Habitó la jungla de Lam, iluminó a Fernando Ortiz y a Natalia Bolívar. Definió “el ambiente”, vistió de blanco a Fidel Castro para fotos poco conocidas, se enclaustró en casa de Celia Sánchez, rebeló a los lukumí del Palacio de Aldama, que alzaron sus herramientas de trabajo contra los jefes blancos, 27 años antes de que Carlos Manuel de Céspedes se levantara en armas. El secreto separó para siempre las casas religiosas, ordenó dos letras del año. El secreto dividió al país.
Fue precisamente el misterio lo que trajo Oduduwa a nuestras tierras, el secreto de IFA, la esencia de Orula, como un órgano que no te puedes extirpar ya nunca, como un corazón que late fuera, aunque cruces el mar y seas desterrado a tierra nueva. Y se heredó como se esparce la tierra con el viento, como la cascarilla se va de las manos con un soplido, oculto en los pechos de las esclavas, en las semillas tragadas por los negros para atravesar el mar, en la rima de los cantos, en los extremos del bastón, en las historias que convergen en cada signo, en las palmas, dentro de las calabazas, en la astucia del viento.
Los secretos de Orula, los más codiciados, se heredan, no se enseñan, es por ello que cuando un sacerdote importante muere, es el secreto lo más valioso de su patrimonio, lo que todos sus hijos quieren conservar, lo que cuesta disgustos y vidas, rompe familias enteras y solo adquiere el hijo que tenga el mérito de haber estado siempre, de haberse quedado más tiempo.
Orula va a todas partes con su dueño, a todas las casas y continentes. Pasa aduanas, cruza cielos y fronteras, se planta en espacios anchos o estrechos, más o menos pobres. En nuestro universo habita mucho de los ritos viejos y los secretos aguardan en los mismos lugares: soperas de las que nunca he visto su interior y cuyo misterio me sirve para escribir. No hay curiosidad tan fuerte que cruce el límite de lo prohibido, y miren qué pocas cosas se prohíben en lo yoruba. Es la conservación del secreto lo que hace que la armonía perdure. Incorporo a mi vida los santos ajenos, alimentados por silencios que nunca me serán develados. No se puede saber todo y hay un conocimiento exiguo en los libros, no importan los esfuerzos. Llevo esa idea en mí como parte de lo cotidiano, le pongo velas al misterio, flores, lo alimento como a un hijo, como a un padre, y siento la desproporción de que sea el misterio el que me conoce toda.
Un susurro guardado
puede más que la palabra gritante.
El secreto es semilla.
