Estaba soñando con una barra de chocolate media derretida, lo deformaba con mis dedos, aún indecisa, pero terminaba por metérmelo a la boca con ansiedad. Lo masticaba con placer, quería más, aunque no debía y el teléfono me despertó.

–¿Aló? –dije apenas, antes de aclararme la garganta.

–¿Estabas durmiendo? –me preguntó Magdalena–. ¡Son las dos de la tarde!

–Estoy de vacaciones.

–Se llama desempleo. O depresión. ¿Y Cris? ¿No trabaja hoy?

Miré al lado de la cama y recordé, envuelta por la neblina matutina de los sueños, sus besos por toda mi cara.

–Ya se fue. ¿Qué pasó?

–Nos acaban de invitar a un matrimonio con Jamie. Es en dos meses. ¿Cuánto te demoraste tú en bajar de peso con esa dieta especial que hacías?

–Mai ¿es broma? ¿Por qué quieres bajar de peso? No lo necesitas.

Un delgado silencio atravesó la línea.

–Es que, va la ex.

Bueno, en ese caso, valía la pena pensarlo.

La primera vez que hice esa dieta bajé 14 kilos. La segunda, 26 (sumándole los 14 anteriores que había vuelto a subir). Había pasado un año y medio cuidando todo lo que comía, jamás saliéndome ni con una cucharada de puré. En dos meses, siendo estricta, mi amiga podría quedar en los huesos.

–¿Seis kilos menos te va bien? Te mando las instrucciones por WhatsApp.

Una cosa que descubrí de mí misma es que podía hacer cualquier cosa; podía confiar en mí. Y una cosa que descubrí del amor profundo es que su barba me huele a queso cheddar.

Ese día, Cris y yo nos deslizamos bajo las sábanas. Abrazarme a su cuerpo es un tranquilizante inmediato, donde puedo descansar mis ideas, que de momento no eran nada nutritivas. ¿Por qué estoy subiendo de peso? Repasando el día juntos, le comenté que me había despertado la Mai porque quería hacer dieta. Cris se quedó pensando. Tiene un matrimonio,le aclarécosa que tampoco lo ayudó– así que me subí de hombros.

–¿Qué almorzaste hoy? –me preguntó inquisitivo, levantando las cejas.

–Tomate –sonreí como un animal tierno.

Mi amor, por favor. –me dijo amasándome la guatita. –Si eres lo más rico del universo.

En ese momento me lo quise comer. Lo besé y mientras nos sacábamos las sábanas y la ropa de encima, hicimos el amor antes de dormir.

No todas las mañanas huele igual. Si se acaba de duchar, le quita toda la emoción a mi vida: huele a jabón. Pero cuando no se ha ido a meter al agua, al despertar, puedo oler su perfume, la sal. En las mañanas más felices, huele a papas fritas. Asumo que los cambios no son más que hormonales. Nunca había sentido un olor tan delicioso en un hombre, ni siquiera en quienes pensé había amado. Por lo mismo sé que es mi verdadera primera vez. Ningún olor nunca me había dado de comer. Te amo, me dijo. Y su figura se desvaneció tras la puerta para irse a trabajar, antes de volverme a dormir.

Ese día fui al gimnasio y troté una hora. No me di cuenta de lo cansada que estaba porque pensaba –a raíz de una canción de reggaetón– en Cris desnudo, bañado en chocolate. En lo rico que sería tener sexo así, lamiendo un cuello dulce, pero lo difícil que sería sacar el azúcar de las sábanas. Mis pies, puro cemento, golpeaban la cinta. Mis jadeos eran demasiado fuertes, al escucharme por encima de los audífonos me avergoncé. Como apreté el botón de STOP de un impulso, casi caigo de cara. Mi corazón latía como un toro. La idea de llegar al baño fue entrar en un túnel somnoliento de piernas débiles.

Entré al camarín, me subí a la pesa y mi celular volvió a sonar. Era la Mai.

–Amiga me duele demasiado la cabeza no puedo más. –me dijo desesperada.

–Toma agua con sal. Dale un par de días. ¡Tú puedes! Te estás desintoxicando.

–Te juro que lo encuentro horrible. ¿Cómo aguantaste tanto tiempo?

–Ya no la estoy haciendo. Estoy comiendo pésimo, la verdad. Pero, amiga, ¡ánimo! Después de los primeros días ya no te va a doler la cabeza –dije bajándome decepcionada. Estaba subiendo de peso.

–Es que hoy día Jamie me invitó a comer dumplings ¡por qué es tan difícil!

–Bueno, así es la vida.

Su voz se entrecortó antes de que pudiera seguir reclamándome.

–Espera. Te llamo saliendo de acá.

Es verdad; era difícil y, lo peor mi querida Mai (le podría haber dicho), es que nunca se acaba. Los mejores momentos –los más coloridos y anisados– son los que he vivido mientras estoy adelgazando. Estar bajo el abrazo del rigor, la satisfacción del logro me vitaliza. Esos periodos cuando me encuentro cada día más guapa, cuando pienso ¿qué será de mí el día que acabe? O peor; que suba. Entonces soy miedo frente al espejo. ¿A dónde se arranca la fortaleza de mi felicidad en los días que no puedo confiar en mis promesas?

Las horas pasaron sin mucho más. Cris se acostó cansado cuando llegó del trabajo, muy entrada la noche. Me acerqué, lo besé por toda la cara y olí su barba. Olía a queso. Sus dedos se deslizaron por mi cuerpo y me apretó contra el suyo. Le probé el cuello quizá demasiado fuerte.

–Pero sin morder, mi amor. Duele. –me reclamó.

Le había dejado los dientes marcados.

–Perdón. –le pedí preocupada, pero lamiéndome los bigotes.

Cuando me dormí no soñé con nada y me desperté sola. Aburrida. Enojada incluso. Me fui al baño y me pesé. Siete kilos arriba. Me pegué unas cachetaditas en la cara y me metí al agua. Bajo la ducha me derretí apoyando mi frente en el vidrio y deseé haber nacido flaca. Poder guardar mis esfuerzos para otra cosa. Recordé la primera vez que vi llorar a mi mamá porque no me quedaba bien la ropa. Tenía siete. Ahora, veinte años más tarde, veía el agua deshacerse al caer de mi pelo al piso y me visualizaba como una de esas de piernas largas que nunca han tenido que pensar en lo que se están metiendo a la boca. Que no tienen que reducir el único espacio de libertad a sus sueños. Que probablemente, mueren de cáncer, pero jamás de diabetes. Y se verán sensuales en el ataúd.

Sin aviso, el agua caliente pasó a fría, paralizando mis músculos. Un grito transformado en placer salió de mi estómago. Respiré. El termo se había agotado. Apagué la ducha. ¿Por qué querría ser alguien más? Puede que ellas no tengan nada de lo que yo tengo. Nunca sabrán de Cris, lo rico que huele, lo suave que ama, lo dulce que es; no tienen mis manos, con uñas mordisqueadas, nudillos fuertes y dedos largos. Quizás aun lloran por las noches, por eventos tanto peores que lo que yo he vivido, muertes de juventud, dolores reales, dolores de peso. Se me estremeció el útero. Me di cuenta de que tenía hambre, sentía sed. Abrí la boca, pensando en él. Lamí las gotas de agua de mis labios y me metí los dedos. Quería ese dulce que era solo mío. Que nadie me podía quitar. Mi otra mano golpeó contra el vidrio. Nadie tiene más hambre que yo.

El día pasó sin mucho más, puede que incluso la semana. No le devolví las llamadas a la Mai aunque asumía que podría estar pasándolo mal, privarse no es fácil. Por otro lado, la escritura iba bien, en el taller al que había entrado hace poco me habían elogiado y comenzaba a perder la vergüenza, pensaba en mi próximo texto y sentí que me embargaba una electricidad perfecta que me saltó las lágrimas. Mientras caminaba a encontrarme con unas amigas, lloré, pensando que no me importaba el número en la báscula si desde ahora pudieran definirme solo mis palabras. Me sorbí los mocos, empujé la pesada puerta del bar y al primer paso olí todo lo que flotaba desde la cocina y se posaba en la piel de mi nariz, dispuestos justamente en el aire para borronearme la vista. La electricidad cesó y me volví a confundir.

Cada vez que me equivoco, que cedo, frente al espejo mi imagen se deforma. Mis mejillas se inflan y mis brazos se ensanchan. Esos días me cuesta salir a la calle, pensar que las cosas me van a resultar. La llave que abre la puerta de emergencia, que alguna vez tuve en la mano, que me amarré al cuello, me definió entre mis amigas como alguien de increíble autocontrol. Me elevaba sobre todos los mortales y me volvía indestructible. Ahora, la llave estaba oficialmente perdida entre los pliegues de mi cuerpo y al intentar agarrarla, se deformaba y ya no giraba dentro de ninguna cerradura. Uno de esos días, en los que preferí no salir, volví a conversar con la Mai. Se lo debía. Estaba contenta, había adelgazado, la dieta era todo un éxito: se había deshinchado después de una semana y para la quinta, ya llevaba cuatro kilos menos. Me pareció una locura, incluso la envidié. En las fotos, se veía estupenda. Me alegré por ella y mi infelicidad se hizo aún más grande. No solo por mi cara deforme, mis pómulos perdidos entre la densidad de la materia, mis labios carnosos reducidos a líneas, sino porque me parecía que ya no podría hacer nunca nada por mí. Evadí todas sus preguntas.

A veces los días también se deforman.

Con el tiempo, el clima había comenzado a mejorar. Cuando miré por la ventana, las gotas de lluvia anunciaban un día abochornado. Era jueves, Cris no tenía que trabajar y podríamos pasar todo el día juntos. Sobre la cama, nuestros cuerpos rápidamente se acercaron, no podemos pasar mucho rato lejos del otro. Nos extrañamos incluso durante el mismo día. Juntos en la cama, lo miré: sus ojos castaños, brillantes y alargados de pestañas largas; la nariz prominente y equilibrada coronada por unas cejas que se unen en medio. Es delicioso. Me sonrió y me devolvió un beso en los labios que sabía a cacao. Recordé el sueño que a veces se me repetía, y cerré los ojos. El sabor se volvió intenso, amargo, no recuerdo bien, pero entre respiraciones profundas, creo haberle mordido. Me reclamó otra vez que no hiciera eso, pero yo no escuchaba. No era momento de romper el ritual. La sangre me supo a una orquesta sinfónica. Su piel calentaba mis nervios. Entonces dejé que mis manos hicieran lo suyo y oliéndole la barba, le quité la ropa. Lo escuché jadear pegado a mí. ¿Cuánto deseaba él que le dieran de comer? Sentí entonces mi cuerpo bañado de crema, una pegajosidad que no saldría más de las sábanas.

A la mañana siguiente me pareció haber amanecido con la guata tensa. Hinchada. Como si todo el amor que me había bebido se gestara dentro de mí con nueva fuerza. O venganza. Me dieron náuseas. Cuando quise levantarme, su mano me detuvo.

–¿Dónde vas?

–Al baño.

–Quédate aquí –dijo, y me senté a su lado.

Cris estaba medio dormido, y todo signo de la noche anterior, había desaparecido. Solo había sangre. Me había llegado la regla. En ese mismo instante una pena enorme me asaltó y, sin quererlo, arrugué la cara. Preocupado, Cris me acunó y preguntó qué pasaba, como si fuera una niña. No podía hablar. Nunca puedo en esas circunstancias, pero su miedo frente a mi mutismo crecía.

–No he hablado nada con la Mai, no sé cómo le fue en su matrimonio.

Dudó. Pero como me conoce, me dejó escapar habiéndole devuelto la expresión lisa a mi cara.

–Llámala por teléfono, mi amor.

Le di un beso y me fui al baño. Me encerré y me miré en el espejo, se me habían formado unas ojeras oscuras. Me quité la ropa, y me miré el estómago inflamado. Lo que estuviera pasando allí adentro, tenía vida propia. Me debatí entre llamar a la Mai o meterme al agua. No quería quebrarme con ella, que todo lo había ganado. Cuando desbloqueé el teléfono vi sus mensajes acumulados y mis ojos se abrieron como platos. No supe responder así que me metí instintivamente a la ducha. El agua hirviendo limpió la sangre de mis piernas, me llenó de olor a hierro. Yo pensaba en mi amiga, con su vestido vomitado. ¡Y por nada! Se había emborrachado tanto, que peleó con su novio por culpa de un fantasma. Moví la llave a propósito para dar el agua helada. Al fin me estremecí con el cambio de temperatura, y se me relajaron los músculos. Mi interior rugía. Me dejé caer con las rodillas y las palmas en el suelo, con el hielo cayendo sobre mi espalda. ¿Existía siquiera la ex de Jamie? Mi intestino se retorcía, y yo trataba de aclararme la vista. De repente, cuando las gotas de agua dejaron mis pestañas, pude ver la baldosa celeste frente a mi nariz: era mi cara afilada y angulosa, la que se reía de mí.  

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