Saldo migratorio

“El exilio y sus innumerables pérdidas / me hicieron dadivosa / Regalo lo que no tengo – dinero, poemas, orgasmos – / Quedé flotando -barco perdido en altamar- / con las raíces al aire / como un clavel sin tronco donde ensalzarse” (Peri Rossi, Estado de Exilio

Al final de mi sufrimiento había una puerta, escribió Louise Glück en Iris Silvestre, y la puerta de embarque se abrió de par en par, mientras veía por segunda vez a mi padre llorar, a mi madre dar la espalda porque no podía soportar la separación, a mi hermano sonreír con orgullo, y a mi entonces pololo, alzar su mano en señal de un adiós que sospechábamos sería decisivo.

Según el Instituto Nacional de Estadística (INE) la población de España aumentó en 182.141 personas durante la primera mitad del año y se situó en 47.615.034 habitantes. El crecimiento se debió a un saldo migratorio positivo de 258.547 personas durante el 2022. Conmigo, 258.548.

Llegué a Madrid tal cual lo dice La Oreja de Van Gogh, con una maleta llena de libros y fotos buscando, quizás, un porvenir. O escapando del sufrimiento. Buscando otro, buscándome. Ser migrante significa un constante duelo, una pérdida absoluta de quién eres y una incertidumbre agónica de quién serás. Pero como sabemos, el vacío está lleno de posibilidades, la cuestión es saber si tomarlas o no.

“¡Pasamos agosto!”, por fin cobró sentido la frase que decimos en Chile para referirnos al crudo invierno y la decadencia que el sistema de salud deja en la tercera edad. Todos los primeros de septiembre se dice con orgullo y este no sería la excepción, porque sí, pasé agosto, pasé policía internacional, crucé el otro lado del charco, me fui pal’ viejo continente, llegué al primer mundo.

Entonces, quedé flotando, “despojada / desposeída / (por fin) dueña de mi tiempo”. Y allí, el primer porrazo: la burocracia española. ¿Qué tengo que pedir cita para poder pedir una cita para que me timbren el visado? Soy un número más, nadie me conoce y genuinamente a nadie le importa si consigo el documento de identidad o no. Ya fue mucho haber tenido la suerte de que no me hayan estafado los de la página Housing Anywhere que recomienda la Universidad a la que apliqué para el posgrado, cobrándome ambos ojos de la cara, mi pierna derecha y mi riñón izquierdo por un piso de veinte metros cuadrados, sin luz, sin habitación, con un colchón tirado en algo que supuestamente sería un dúplex pero que realmente era solo una escalera de fierro mal colocada y tres tablas que podían sostener apenas la cama.

En la cola del registro de extranjería, ubicado en una comunidad que no tengo idea dónde queda ni cómo llegué pero sé que no era Madrid centro ni alrededores porque la ida fue como viajar de Santiago a Rancagua —en un tren europeo—, un centenar de personas como yo, latinas y migrantes. La mitad solas. Todas sobre vestidas, maquilladas, perfumadas, adornadas, colonizadas. Queriendo aparentar riqueza en el lugar donde se quedó todo el oro que alguna vez poseíamos… eso lo sabemos solo nosotras, eso nos dice nuestra historia.

Todas profundamente aferradas a una carpeta llena de papeles y fotos tipo carnet, como si de eso dependiera nuestra vida. Curioso, pensé. Ninguna quiere acercarse a la otra, como si se tratara de un campo minado: la que primera pronuncie una palabra podría reconocer el lugar de donde proviene la otra y eso la marcaría para siempre. Queremos pasar desapercibidas, hacer la larga fila y que en nuestro turno nos toque el policía menos racista, el menos español.

Salir de ahí fue la primera victoria, tenía un justificante del porte de un envoltorio de frugelé que debía cuidar con mi vida, porque con ese, podría volver a pedir una cita para venir a buscar la TIE, donde por fin me darían mi número de identificación de extranjero, ¡mi propio NIE! Ese papel valía oro, soy un número más y eso me convirtió automáticamente en una persona aquí en Madrid.

Entonces, ya podía comenzar a hablar con otras personas, con migrantes como yo, con otras.

Así, la burocracia se fue convirtiendo en un partido que ganar todas las semanas, pese a que no me gusta tanto el fútbol o el deporte en general, entrenaba todos los días en la web del Ministerio de inclusión, seguridad social y migraciones de España. Su página principal afirma que “la Secretaría de Estado de Migraciones es el órgano encargado de desarrollar la política migratoria definida por el Gobierno en materia de inmigración, integración de los inmigrantes y ciudadanía española en el exterior”, justo antes de colocar el número de la Línea de acogida… “Wow”, pensé la primera vez que entré, qué acogedor es España, al menos, por internet. Número que no serviría para nada en los entrenamientos en cancha directa, pues solo me repetían que debía acercarme a las oficinas y en las oficinas me volvían a decir que llame a aquel número.

Por ende, tuve que hacer lo que nuevamente el privilegio me permitió, pagarle con un diente a una abogada para que me ayude a empadronarme, porque no había citas y no podía seguir perdiendo el tiempo en idas y venidas, porque cada minuto cuenta, bien lo saben los jugadores. 

Creo que los primeros partidos ganados fueron una mezcla de azar, privilegio, valentía, horror, dolor y esperanza. Pertenezco al cinco por ciento de los inmigrantes que logran tener sus papeles en rigor en apenas tres semanas, qué putada. El otro noventa y cinco por ciento compuesto en muchos casos por familias con infantes y adultos mayores, no encuentran tranquilidad hasta los dos años de haber migrado, porque el sistema es un callejón sin salida: para empadronarte te piden contrato de alquiler, para alquilar una habitación te piden nómina española, para tener nómina tienes que tener trabajo, para tener trabajo tienes que tener documento de identidad y para tener ese documento tienes estar empadronada: el verdadero círculo del Infierno de Dante.

Pronto empezaron las clases del máster, empezó la socialización pura y dura. Los primeros días de clase me acerqué a una chica argentina, porque bueno, sudacas y vecinas, pensé. Ella lo estaba pasando peor que yo, o eso me contaba. No había conseguido donde quedarse los primeros días y daba vueltas en pisos, hostales y residencias en Madrid hasta encontrar lo que durante un año debía llamar hogar. Vi su angustia el primer día, y yo, como si fuera experta en esto, hice todo por ayudarla. Esa historia termina donde comienza, no somos amigas, incluso si durante unos meses fuimos compañeras en todo el sentido de la palabra.

Los vínculos que fui creando se dieron sobre todo con quienes se encontraban en una situación similar a la mía, inmigrantes de aquí de España, inmigrantes de Latinoamérica, mujeres, disidencias. Entre los devenires amorosos, el sobre esfuerzo de mantener una relación a distancia con mi pololo —que evidentemente no iba a funcionar—, comencé a conocer a quienes llamaría mi familia.

De modo que generar vínculos aquí en Madrid fue la primera prueba de que podía sentir crecer semillas en este campo desconocido. Claro, la primera semilla la había puesto yo al juntar todos mis ahorros, mis miedos, mis esperanzas, mis dolores y salir del país, algo así como el minuto noventa que definió mi subida a primera. Expectante a la formación de raíces.

Sin embargo, la liga continuaba, y el primer choque cultural se avecinaba en el primer tiempo del segundo partido más importante, como un lateral en su máximo esplendor contra unas defensas que apenas tomaban su posición de juego: lo catastróficamente barthiano. Y es que como sabemos, el lenguaje es la piel del amor, la forma de tocar al otro, de darle forma (Barthes, 1977) y yo apenas podía mantenerme en mi propia piel después de toda la burocracia española y las bromas soltadas sin ton ni son sobre mi dialecto chileno.

En Historia de mi Lengua, Claudia Apablaza retrata muy bien lo que comienzo a sentir de mi propio lenguaje, esa autorreflexión que terminaría por destruirlo para acomodarlo, o mejor dicho, acondicionarme: “Desde que llegué a vivir a Madrid, intento neutralizar, lo que más puedo las palabras. Intento no decir guagua, chao, resfrío, confort, lápiz, celular, computador, arriendo, departamento” (Apablaza, 2022). Cuando leo esto, se trata de una lista más larga de palabras que no solo reconozco, sino que me abrazan. Pero la página termina con una frase que me repetiría una y otra vez durante mi primer año como inmigrante: “Me doy cuenta del esfuerzo moral que hace mi cabeza. Actúo como mi propia colonizadora”.

He ido perdiendo mis palabras, mi lenguaje, mi identidad, porque me he perdido en un país que hace más de quinientos años destruyó la identidad de cada una de mis raíces, cada pueblo originario, que destruyó el origen e implementó el suyo, o mejor dicho, se lo inventó. Sin embargo, pese a que lo reconozco, el coraje solo se transforma en asimilación. Y, así como la narradora, yo también intento “buscar la neutralidad, quedarme en esa frontera, no arribar nunca del todo a cómo hablan ellos ni a cómo realmente hablo yo”. La adaptación de nuestro dialecto sería una táctica más para ganar otro partido, pienso, para arraigarse, para vincularnos aquí.

Ni en todos los libros sobre viajes, migración, diáspora y fronteras había podido identificar directamente la pérdida de identidad que se produce cuando dejas un país. Es cierto que yo ya había experimentado la migración.

A los tres años mi madre decidió que su amor por la familia era más grande que cualquier otra cosa, tomó de la mano a mi hermano y a mí en sus brazos para salir y seguir los pasos de mi padre. Aterrizó en un país largo, frío y deprimido. Yo era muy pequeña como para perder la poca identidad que había formado hasta ese momento. Quizás por eso nunca había sentido una identificación directa con la pérdida. O, como dijo la Cami, en Las Cabras (2025) de Pilar Asuero:

“Quizás sí que es un patrón, algo que me viene de mamá, esas ganas de salir arrancando. Me gusta creer que elegí incomodarme, imponerme una independencia. Porque quiero que todos mis vínculos sean decisiones y no necesidades. Y es probable que se me haga cuesta arriba porque voy a necesitar de ese amor que dejé tan lejos. Ese amor que buscaré en lugares incorrectos, que rasparé como las sobras de una palta que se queda negra en el plato. Y tal vez, me pierda en esa necesidad, y tal vez dependa y vuelva otra vez a un lugar incierto, y me sienta lejos, pero de mí misma” (Las cabras, Asuero, 19).

Es un párrafo al que le he dado muchas vueltas estos días y que resume muy bien ese intento de echar raícesY es que, ¿a dónde aferrarse cuando todo es desconocido y, al mismo tiempo, familiar? ¿cómo dejar de / volver a perderte cuando estás perdida?

Cuando busco “arraigar” en Google lo primero que me aparece es una definición generada por la IA, lo que antiguamente habría sido de la RAE. Según la IA significa “establecerse de forma permanente en un lugar”. Según la RAE, “echar raíces”. Según yo: ganarle a la burocracia y que mis pies ya no sientan vértigo. Encarar la pelota y meter el gol definitorio en un campo lleno de arena movediza, con todas las de perder. Ambas maniobras casi imposibles.

Entonces, me aferré y me aferro a la palabra. No me di cuenta en ese momento pero comencé a perder la posibilidad de la escritura en la comunicación instantánea: dejé de contestar Whatsapp, dejé de socializar de manera directa por Instagram, dejé de responder los mensajes. Pero comencé a describirme a través de las imágenes, de forma cristalizada, de la captura, de las historias que subía. Comencé a contar mis anécdotas a mejores amigos como si fueran mi mejor lector. Comencé, sin previo aviso, a personificar un libro. Uno muy inacabado, gracioso —porque esconde su dolor en el humor— y a ratos vacío, tal como una persona inmigrante. Sin darme cuenta, me fui perdiendo en mi propia historia.

Fui perdiendo la capacidad de cuidar los vínculos que había dejado en Chile porque me surgió la imperante necesidad de nutrir con muchísimo énfasis y cuidado los que nacieron acá. Con eso, llegó el inevitable quiebre amoroso que me costó tanto soltar: mi pololo y yo terminamos tras tres meses de convivencia en Madrid y se devolvió a Chile.

Ese fue el comienzo del primer entretiempo, ya en el tercer partido. No recuerdo mucho más que a Sylvana, parte de mi nueva familia, preparándome caldo de pollo y sacando la basura de mi casa, porque yo no me movía. No pude terminar el máster en un año como tenía planeado, se agotaron mis ahorros y tuve que enfrentarme a otra gran dificultad: debía ante toda costa encontrar un trabajo y renovar la visa. Así, después de un par de goles en mi contra, iba perdiendo el partido.

Sin embargo, fue en esos minutos fuera de cancha donde percibí que el territorio enemigo se volvió mucho más ameno una vez reconocí al resto de jugadores. Ya no era solo yo con las herramientas que me traje de Chile, ahora contaba con ellas, mis amores, mis amigas: Alba, de Zaragoza, Blanca de Madrid, Mónica de Fuenlabrada, y Lucía de Cádiz. Mi plantel español tomaba la forma más amorosa, radiante y tierna que pude haber imaginado. Y todo gracias a la literatura.

Surge la necesidad de volver a nombrar, tras meses de silencio, quién sería después del descanso, porque a mi pesar, no había un reemplazante en el plantel. Quise llamarme a mí misma como a veces me pierdo, nombre que se convertiría en el nickname de mi nueva cuenta de Instagram creada solo para mis amigas, las de Chile y las de Madrid.

Entonces, escribí la primera carta, les conté todo lo ocurrido, mi llegada, mi desvinculación de Chile para poder vincularme en Madrid, mi ruptura y mi resignificación. Les hablé a las unas de las otras, les conté alguno que otro color de la bandera multicolor que me había acogido aquí, les conté con tanto amor que, por fin, estaba conociendo nuevas formas de amar. 

Una de las primeras cosas que Alba y yo conversamos sobre los vínculos, las relaciones y el amor, fue la importancia de la comida compartida, ¿cuánto amor cabe en un tupper? Sylvana se ganó mi corazón con un frasco lleno de su caldo de pollo que dejó en la puerta de mi casa, junto a una nota tímida y cariñosa, mucho antes de ser mejores amigas. Y mientras Alba me abría una nueva forma amorosa, tan vivaz como siempre, se interesa curiosa en la mía “¿cuál crees tú que es tu forma, tu lenguaje amoroso, Gabi?” y con poca precisión le respondo: a mí me da mucho miedo vivir en un mundo en donde las palabras no tengan pesoSin saberlo, eso sellaría mi amistad con ella, aunque ni ella lo advertía para ese momento. Y esa sería la frase que me repetiría una y otra vez al intentar (d)escribir(me) para que me lean.

Durante todo el primer año, me refugié en el espacio virtual para poder situar de alguna manera lo que aún no podía en territorio español, mis semillas debían quedar en algún sitio antes de germinar, y mis amigas cuidaron muy bien de ellas. De mi partida, de mis palabras y de mi ausencia. Fui y soy todo eso, y mi forma fue una escritura en imagen, porque “la escritura es eso. Una ventana que queda entre la realidad y el dolor por donde puedes lanzarte” (Apablaza, 93).

En consecuencia, el arte. La poesía, la música, la lírica, la literatura. Me acompañé de música chilena, del rock argentino de mi padre, de la música latina de mi madre, del punk de mi hermano. No les escribía ni los llamaba, pero los escuchaba todos los días, aunque ellos ni se enteraban. Vivía en una fantasía, todo lo que Madrid me quitaba, Madrid me lo devolvía y, a veces, lo duplicaba. Todo menos los papeles, porque la burocracia es tacaña, racista y anti precaria. La burocracia es facha, la migración…“la migración es un cuento de hadas / que me contaban de pequeña / la historia de mi / familia / se sustenta en fantasía / mi pasaporte es la decepción de mis ancestros / los que habitaban la matria imaginada / esa a la que huir persiguiendo / una ciudad fantasma” (Invocación a las mayorías silenciosas, Paloma Chen, 2022).

Y yo, como Peri Rossi, soy cuando me pierdo, innumerables veces, cuando regalo todo, hasta lo que no tengo -dinero, espacio, poemas, orgasmos, tiempo- con las raíces en el aire, como una orquídea sin tronco donde enlazarse.

Lo que no advertiría tras el último partido perdido, es que se avecinaba uno mucho más interesante y con bastante a mi favor: el mundo de las citas volvería a estar a mi disposición como una entretención o, mejor dicho, una evasión más del dolor y la incertidumbre. Pero eso para el siguiente capítulo, porque de qué más va la vida -inmigrante- si no es de experimentar el deseo en territorio nuevo y, al mismo tiempo, de saber que todo eros tiene su thanatos, aunque haya comenzado aquí con el saldo.

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