En algún momento fui una 

carretera. Por mí circulaba

el cielo duplicado, la región radiante

que une objeto con sujeto. Nadie podía

verme sin que yo antes lo advirtiera.

Cuando atardecía en el sureste, mamá

regaba sus tratados comunistas y en la televisión

del vecino sonaban marchas triunfales. Cruzaban

el aire los aviones esperando a que papá hiciera 

su saludo. Era el tiempo de los códices

y las cigüeñas, y todo se antojaba mío.

En mi primer poema aparecía un dirigible rojo.

Traté de cortar las flores antes de que fueran

descifradas. Nadie apareció cuando al lago

se cayeron las palabras y descubrí que

no se ahogaban.

Creció el diamante en el observatorio de insectos.

No hubo frufrú de verano bajo la blusa

de la niña que coleccionaba pértigas. La gente

de mi barrio no era linda. La gente de mi barrio

creía en los juegos y en la pintura realista. La

gente de mi barrio brillaba en la noche

como una sortija.

Mi primer poema fue una carretera. Todo el mundo

respetaba los principios de circulación y parecía

ser feliz. También mamá. También papá. Pero ninguno

supo decir de qué color era el dirigible. 

Por eso, supongo, el aburrimiento, las alamedas

imaginadas, las carrozas —con sus luces y sus tiernas

monturas— atravesando la Avenida Miguel Hernández.

Por eso los amigos de aire, los amigos de barro, los

amigos haciendo penitencia, los amigos cargando

en sus manos una lumbre.

A la escuela, sin embargo, iba a divertirme. La profesora

de historia aún recuerda con horror mi risa al imaginar

a Odoacro entrar en Roma. También solía reírme con

el funcionamiento de los volcanes o con la forma en la que

las células se dividen. Al salir, me esperaba el abuelo con una

cesta de panes de leche. Camino a casa me detenía

junto al descampado y me desnudaba frente al fuego,

aunque el fuego fuera, por entonces, una idea.

Del cielo cayeron ciruelas dulces cuando 

cayeron las torres. En mi primer poema aparecía

un dirigible rojo. La pediatra palestina me confesó una vez

que la sangre no tiene sombra. Yo la creí y me atreví

a comprobarlo. La pediatra palestina iba en el tren

cuando el tren no se detuvo (o se detuvo para siempre).

Un día papá me explicó qué es un abogado. Al fin de semana

siguiente, la niña que coleccionaba pértigas besó al niño

que coleccionaba siluetas. Después todo fue a mejor. La

puerta del salón resistió los golpes. Años después aprendería

que la madera de nogal es la más eficiente. Mamá

se compró un tocadiscos y las canciones eran tristes. Fue

la última nochevieja en la que comimos uvas. 

El hombre de la esquina vendía libros sobre ciudades

italianas que no existen. En la noche de San Juan

me desveló el secreto: basta con volver, dijo, y

le di la mano y apartó mi mano. Creció el diamante

en la cancha municipal de baloncesto. Aquel agosto 

no aprendí a montar en bicicleta, pero conocí la ternura 

gracias a las ciudades italianas que no existen. La ternura

conecta al que ve con lo visto.

En algún momento dejé de ser una carretera. Algo

se derrumbó adentro con sorprendente ligereza. Con

las ruinas tracé una línea para los astros. Así llegó

la estrella y me entregó el pan y el agua. Pero en mi primer

poema no hubo estrellas. No hubo estrellas porque no hubo 

cielo. Tampoco dirigibles. Tan solo colores y cierta 

aprensión al rojo.

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