En la casa de mi abuela siempre hay mucho para comer, normalmente son postres dulces que yo no puedo evitar rogar que se preparen de nuevo cada vez que veo que se están por acabar, cosa que pasa seguido teniendo en cuenta la cantidad de gente que frecuenta esta casa gigantesca.
A cada petición mía de repetir la receta de un postre mi abuela responde regodeante, como si le encantara que yo pida cada vez más pero a la que no le convence del todo esta dinámica es a mi mamá porque noto que odia la manera en la que mi abuela logra incluir en todos y cada uno de sus postres un montón de nueces picadas, dice que texturizan la masa del postre y esa es justamente una de las cosas que no le gustan a mi mamá de las nueces, su textura. La otra, es la cantidad de calorías que contienen, dice que no puede entender como un fruto tan pequeño puede tener tantas, lo ve como un desperdicio. A mí me gusta ver cómo cambian de color cuando se las empieza a triturar.
La verdad es que mi mamá nunca me ha prohibido nada; desde pijamadas en casa de amigas o primas hasta excursiones del colegio que necesitan una firma suya consintiendo que si me muero no es responsabilidad de la institución. Todo es permitido, menos comer más de tres porciones de la torta de nueces de mi abuela, quien con una mirada cómplice siempre me corta las dos primeras lo suficientemente grandes como para que no necesite una tercera.
Me gusta esa complicidad que tengo con mi abuela, siento que puedo ver a través de ella, creo que por eso me gusta venir y quedarme toda la tarde acá en su casa. Ahora que lo pienso, es probable que haya pasado más tiempo en el patio de esta casa que en mi propio departamento de aquella ciudad que desde aquí y ahora se ve tan lejano y parpadeante como las lucecitas doradas de los suburbios que a veces parecen purpurina. Pero eso no es lo que me pone triste.
Ayer fue uno de esos días que tiene una tarde rosa melada inundada de una luz que nunca me empalaga, a diferencia de mis hermanas que definen el venir aquí todas las tardes como algo aburrido y de hecho yo concordaba con ellas hasta ayer, día en el que la vi por primera vez. El desbordado viso de la tarde me empezó a embriagar un poco antes y cuando ya no podía oír lo que pasaba en la cocina, empecé a oír su voz –tan igual a la mía, solo que mayor, como modulada por los años (veinte para ser exactas) y me reconocí al instante– después apareció la imagen: éramos idénticas, ella más alta pero hasta podría decir que pesábamos lo mismo; se la veía muy etérea, caminando por la terraza que daba al pasto del patio en el que yo estaba acostada. Cuando salió de la terraza y entró al baño solo logré ver la mitad de su magro cuerpo por la ventana, eso me hizo levantarme, entrar a la casa y correr los seis pisos arriba para verla un poco más y mejor.
Me instalé detrás de la enorme poltrona que yacía en esa especie de sala de estar que conecta la terraza con el baño y sin que ella se diera cuenta, continué observándola. ¡Qué suerte que dejó la puerta del baño abierta!
Era preciosa y la gracilidad de sus piernas me hipnotizó. Salió del baño y se sentó en una de las sillas a hablar por teléfono con la boca llena, luego vi encima de la mesa una porción de la torta de nueces que por supuesto no era mía pero probablemente sí era la tercera. Con sus hermosos dedos y larguísimas uñas jugaba con las sortijas del cableado telefónico para después colgar y dirigirse nuevamente al baño sin cerrar la puerta, como si supiera que yo estaba ahí y que quería verla.
Pronto la presentí como inundada y con esos mismos dedos la vi dar soltura a la pleamar.
El color de la tarde empezó a mezclarse con el remanso que brotaba de ella y que tenía un regusto tornasol y muchas nueces alrededor. Ahora lo que me inundaba a mí era la desesperación, lo que estaba viendo me atraía pero lo padecía siniestro: “Qué pena siento al pensar que lo horrible imita lo hermoso”.
No soporté más y en ese momento se me reveló hacerlo.
Supongo que la inundación también la sintió mi pequeña yo y fue así que se dejó caer en la colorida tarde. Después de todo, nadie se muere en la víspera. ¡Qué suerte que dejé la puerta de la terraza abierta!
