Tibiezas

No andamos hacia su casa en línea recta, más bien nos balanceamos y fingimos que es el alcohol el que nos tuerce. Es tarde y ya no puedo coger el metro. Me ha dicho que me quede en su casa, que duerma en el sofá́, en el suelo o dónde quiera, así́ que abre el portal y me meto por debajo de su brazo. En el ascensor el espacio se reduce, me quedo cerca de los números y Luis decide no avanzar hacia el espejo. Nos reímos de los borrachos que estaban los demás, de la incapacidad de sus compañeros de piso de aguantar más de tres cubatas sin la deriva melancólica y al llegar al felpudo, coloca su mano en mi boca para pedirme que me calle, porque nostálgicos o no ya deben de estar durmiendo. Bebo un vaso de agua en la cocina y Luis me lanza la camiseta que tiene que servirme de pijama. Camino por el pasillo y se me ocurre que no, que no puedo dormir en el sofá́ porque no hay manera de tapar el sol con ese ventanal gigante. Luis me para porque estoy haciendo ruido y entre susurros le digo que ya sabe que el sol me da migrañas y, como tantas otras noches, me responde con seriedad que en su cuarto bajamos la persiana. 

En su cama seguimos siendo muy amigos, me siento con las rodillas cruzadas y se apoya sobre mí. Me inclino y se inclina conmigo. Nuestros cuerpos se acercan, pero ponemos de frontera palabras que no importan. Luis dice que está harto de la empresa, que su jefe no toma en serio sus ideas y al final siempre ha querido irse de vuelta a Gijón. Nos giramos el uno hacia el otro y desarrolla su mudanza avanzando por mi brazo. Una casita al lado del mar, una novia y una tabla de surf. No necesita nada más, dice, pero le recuerdo los desenlaces funestos de sus últimas relaciones y mi sospecha de que ninguna mujer de esta ciudad vaya a seguirlo hacia la costa. Se acerca porque cree que el sueño disminuye el tono de mi voz, y yo me acerco porque entre el sueño y el alcohol ya no me importa lo que dice. Conforme más nos acercamos, más rápido se nos acaban las palabras. Él murmura que quizás tengan razón los otros y que nuestro futuro sea juntos, y yo le respondo, aún más cerca y más bajito, que creo que seríamos infelices. Empiezo a recorrer su cara con mis dedos y nos miramos como si estuviéramos al borde de un abismo. El palmo que nos separa parece intransitable, pero le beso y nos besamos. Somos buenos amigos, repetimos como el pitido de una alarma al que ninguno hacemos caso. Nos quitamos la ropa sin esfuerzo y alternamos en nuestros gestos los roles de dos personas que se acaban de conocer y los de una pareja de toda la vida. Cuando estamos a punto de acabar, coloco mi cara en su hombro y nos quedamos encajados, sin la fuerza, ni las ganas, de alejarnos y vestirnos. Pero esta es una noche como otras y la felicidad nunca se queda, así que Luis se separa y nos dormimos en silencio. 

Con la ferocidad del día siguiente la luz se cuela por las rendijas de la persiana, se me clava entre las cejas y parece que me dice que no importa el agua que beba antes de acostarme, que todo eso es un mito, que es domingo y la noche no se alarga por mucho que me cubra con la sábana. Luis está pegado a la pared y tengo que estirar el brazo para tocarle y convencerle de que nos levantemos a comer algo. Los demás nos miran como si siguieran siendo las tres de la mañana y aún no se les hubiera ido ni una gota de alcohol del cuerpo. Se divierten con las preguntas de una sorpresa ensayada y miro a Luis para que nos coloquemos en la pose, para que les contemos que al final se nos hizo tarde y no podía coger el metro. Voy a empezar a bromear, a decir que vivo a seis kilómetros cuando todos saben que vivo a dos paradas y busco los ojos de Luis. Él está a mi lado y está lejos. No me mira y yo me callo. 

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