Por primera vez, estoy realmente indignada.
Indignada por la indiferencia.
La violencia de este genocidio, y la forma en que se ha convertido en parte de nuestra cotidianidad,
el saber que a algunos no les ha afectado en lo absoluto,
mientras que otros han sido devastados.
Y pensar que me encuentro, otra vez, frente a los funcionarios de países que —juntos y algunos más que otros—, podrían detener todo esto.
Bastaría una firma.
Me siento indignada y decepcionada,
como me pasa a menudo en esta sala,
viendo como tantos de ustedes siguen recitando el mismo guion.
Por supuesto, condenamos el ataque de Hamas.
Por supuesto, expresamos nuestra solidaridad a las víctimas israelíes.
Por supuesto, pedimos la liberación de los rehenes.
Pero ¿acaso es posible que después del asesinato de 42 mil personas en Gaza
exista alguien que no pueda empatizar con los palestinos?
Miren: aquellos de ustedes que hoy no han dicho ni una sola palabra sobre lo que está ocurriendo en Gaza demuestran que la empatía ha desaparecido de esta sala.
La empatía es el pegamento que nos mantiene unidos como humanidad.
Y no se trata de caridad hacia los palestinos.
Se trata del respeto a nuestras funciones que suponen también la obligación hacia sus Estados de garantizar con firmeza
las aplicaciones de la Convención sobre el genocidio
para prevenir este crimen.
Por esto, si es verdad que hoy nos encontramos aquí con la intención de honorar el derecho internacional,
no se puede más que imponer sanciones a Israel,
revisar los vínculos diplomáticos, económicos, políticos, militares y estratégicos
que mantenemos con este Estado.
Y que este pueda ser el último genocidio en la historia de la humanidad.
Francesca Albanese, extractos de la intervención en la Asamblea general de la ONU, 30 de octubre de 2024.
Introducción
¿Es la solidaridad una versión política del amor?
Últimamente, me he estado replanteando a menudo a Orwell. Su famosa afirmación «la guerra es la paz, la libertad es la esclavitud, la ignorancia es la fuerza» nunca me había parecido tan actual y pertinente como en el debate de estos meses sobre Israel y Palestina.
Hay muchos, por ejemplo, que insisten en referirse a lo que está sucediendo en Gaza como «conflicto». O aún peor, como un conflicto iniciado el 7 de octubre de 2023. En esta lectura existe la superficialidad de aquel que inicia un libro a la mitad, ignorando tantas páginas que preservan los rastros de sangre y dolor vividos: una historia que en realidad esconde sus raíces muy lejos y que sigue siendo ignorada.
Y es así como el llamado a la justicia que el pueblo palestino hace casi un siglo resulta ignorado e inaudible, por el régimen de apartheid que lo oprime desde generaciones y la tortura absurda que se vive desde finales de 2023, y que no cesa incluso después del supuesto alto al fuego entre enero y marzo de 2025: un genocidio a gran escala.
El horror en Gaza no tiene precedentes. Cuando digo que Israel está escribiendo una de las páginas más oscuras de la historia, comparable con otros genocidios del pasado, muchos me responden que no lo sabemos con certeza todavía, que hay que esperar el veredicto de la Corte Internacional de Justicia. Sin embargo, la Corte —el órgano dirigido para resolver las controversias entre los Estados y para proveer dictámenes consultivos sobre cuestiones de derecho internacional— afirmaba ya en enero de 2024 el riesgo de un genocidio, y ordenó a los Estados a tomar acciones que detuvieran los actos genocidas de Israel. Pero parece que muchos países no lo entienden, o lo ignoran a propósito. El tratado internacional se llama Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio: ¿cómo pueden los Estados prevenirlo si no actúan prontamente cuando se presenta el riesgo (como afirma la Corte de Justicia)?
E incluso dejando de lado el aspecto legal, ¿cómo es posible no oponerse a la atrocidad de esta barbarie?
Cuando estuve en Berlín en mayo de 2024, pocas semanas después de haber presentado en la ONU el informe Anatomía de un genocidio, todavía era una voz discordante que denunciara en estos términos los crímenes en curso de Israel en Gaza. Excluyendo el procedimiento pendiente iniciado por el gobierno sudafricano en la Corte Internacional de Justicia en diciembre de 2023, con la acusación de que Israel estaba cometiendo actos de genocidio contra el pueblo palestino en Gaza, prácticamente no había más literatura al respecto.
Algunos distinguidos académicos, como el historiados Raz Segal, hablaron al respecto inmediatamente después del 7 de octubre, pero eran voces aisladas. También un destacado historiador israelí, Ilan Pappé, ya en el 2006 denunciaba las practicas israelíes en la Franja de Gaza como un incremental genocide: un genocidio que gradualmente aumenta su violencia y su intensidad. Y, aun así, nadie dentro de las Naciones Unidas se atrevía a pronunciar esa palabra prohibida en relación con Israel. Nadie, salvo yo y unos pocos Relatores de la ONU, especialmente aquellos provenientes de la Mayoría Global (o Sur Global), que aún conservan viva en la memoria la herida de la colonización y de los genocidios perpetrados por Europa a lo largo de medio milenio, desde Latinoamérica hasta África y Asia.
Anatomía de un genocidio fue el primer informe en proporcionar a las Naciones Unidas una denuncia articulada sobre el hecho de que las operaciones militares israelíes en la Franja evidenciaban una intención de aniquilar a Gaza en su totalidad, de destruirlo todo. En Berlín, donde me esperaba un ciclo de encuentros y conferencias, fui recibida con gran interés por la sociedad civil y por la comunidad de los think tank alemanes.
Menos de un año después, la recepción en Alemania para un nuevo ciclo de eventos públicos fue muy distinta. Hoy muchas voces respaldan mi interpretación de los hechos y su calificación jurídica como genocidio, ocupación ilegal, colonialismo de asentamiento o apartheid, entre otros actos ilícitos del Estado de Israel. Sin embargo, la represión hacia mi mensaje, mis funciones y mi persona ha crecido sin precedentes, al igual que la intolerancia en el debate sobre Palestina e Israel. Entonces, ¿qué ha cambiado?
Inmediatamente después de llegar a Alemania, en febrero de 2025, los dos eventos universitarios en los que iba a participar fueron cancelados por presiones políticas. El primero —una conferencia en la Universidad de Múnich— fue cancelado inmediatamente. Pero gracias a los estudiantes, pude realizar la conferencia de todos modos en un centro de acogida para refugiados que no depende del gobierno, sino que se sostiene con fondos privados y tiene un director valiente que no cedió a las presiones.
También en la Universidad de Berlín tendría que haber dado una conferencia junto a Eyal Weizman, un experto israelí de arquitectura forense; sin embargo, cuando llegamos, la universidad ya había cancelado el evento público. Nos propusieron realizarlo a puertas cerradas, pero nos negamos: no tenía sentido haber viajado hasta allí solo para participar en un encuentro accesible únicamente en línea. Algunos profesores y los estudiantes lograron mover el evento a un centro cultural que podía recibir hasta 600 personas —incluso si hasta ese punto habían más de 1200 inscritos—. Pero la embajada israelí, la policía, algunos políticos, un ministro y otras figuras institucionales pusieron más presión: después de haber obligado a la universidad a cancelar la conferencia, amenazaron con revocar las subvenciones al centro cultura si aceptaban realizar el evento. Ante el riesgo de cerrar por falta de fondos, el centro cedió; pero, aun así, la mañana siguiente los muros amanecieron rayados con escritos de los mismos grupos pro-Israel: Albanese antisemita, Albanese terrorista, con insultos hacia mí y hacia las Naciones Unidas.
Al final, el evento se realizó en la sede del periódico junge Welt, donde apenas había espacio para un centenar de personas. Afuera se agolpaba una multitud, mientras la policía había rodeado el lugar con agentes equipados con chalecos blindados, bastones y metralletas a la vista. En ese escenario, Eyal Weizman y yo hablamos de paz para un pueblo que sufre.
En Alemania, como en otras partes de Europa y, de forma mucho más descarada, en Estados Unidos, la represión ha tomado tonos extremadamente violentos. En los últimos meses he podido leer muchas veces los cargos hacia estudiantes y quienes se manifiestan junto a ellos y, en ocasiones, he podido ver estas escenas con mis propios ojos. Las fuerzas del orden golpean, aporrean y encarcelan a personas de cualquier edad y nacionalidad: ante todo, palestinos y judíos antisionistas.
El drama es doble. Estas personas no solo luchan para detener crímenes atroces, sino que lo hacen ejercitando el sagrado derecho de crítica y desacuerdo, un derecho a partir de la libertad fundamental de expresión y que debería representar uno de los pilares de nuestras supuestas democracias liberales.
¿De qué se trata la democracia si no puede haber espacio para el debate?
De las personas del think tank que conocí en Berlín el año anterior, no se presentó ninguno esta vez. De los 18 delegados de las ONG, solo vinieron tres.
Después, la noche antes del evento en la sede de junge Welt, amenazaron con arrestarme. La policía federal alemana contactó a las organizaciones promotoras para que me advirtieran de no presentarme, de lo contrario, me arrestarían por violación de las leyes alemanas contra el antisemitismo. Después de una noche casi en vela, llamé a Max, mi marido, y le dije: «no sé qué hacer, Max… sé que estoy haciendo lo correcto, pero no quiero que me arresten, no veo a los niños hace veinte días».
Él me respondió sereno: «anda tranquila y haz lo que debes hacer. Nosotros estamos aquí»,
Y fui.
Sin embargo, la ONU tuvo que intervenir y le recordó a la policía alemana que, como Relatora de las Naciones Unidas, cuento con inmunidad diplomática, y que mi arresto habría sido un escándalo de niveles sin precedentes. Solo así se calmaron, pero el evento se llevó a cabo prácticamente asediado: además de las dos docenas de camionetas fuera de la sede, oficiales con equipo antidisturbios abarrotaban la sala. Llegué sonriendo, ignorando la situación; cuando subí al escenario, tenía el corazón lleno de indignación, pero esto no me impidió expresarme con claridad y precisión. Al final del evento, Michael Barenboim, violinista y profesor de la Barenboim-Said Akademie, tocó junto a violinistas palestinos. Fue hermoso. El día después, Melanie Schweizer, una funcionaria del gobierno alemán que había participado del evento, ya suspendida por su posición crítica en relación con las policitas israelíes, fue despedida.
Este es el nivel de represión que se vive hoy en Alemania.
***
La crisis en Gaza ya es un síntoma de una crisis global, como decía hace ya un año mi colega Irene Khan, Relatora especial de las Naciones Unidas por la promoción y la protección del derecho a la libertad de opinión y de expresión.
Cada vez más creo que todo esto, aunque da miedo, también debe inspirarnos coraje. El sistema que reprime a los palestinos —una alianza coludida entre Israel y todos los otros Estados donde la elite le garantiza la impunidad— es el mismo al que pertenecemos nosotros. Es el sistema que decide en lugar de nosotros sobre cuestiones determinadas de la vida de todos, sin necesariamente escucharnos o representarnos; aquello que transforma el trabajo en precariedad y los derechos en privilegios, que actúa para alienarnos los unos de los otros, haciéndonos más frágiles e inseguros; que considera la solidaridad un acto subversivo y la empatía, una forma de disfunción mental y social. Son mecanismos sutiles, que de un día a otro contribuyen a desintegrar los lazos y a poner en peligro nuestra capacidad de actuar juntos por una causa justa, desde el medioambiente hasta Palestina, de los trabajadores en precariedad a las cuestiones de género. A menudo me descubro pensando que la Palestina ha sido mi pastilla roja de Matrix, esa que te abre los ojos a la realidad escondida de las cosas. Mi trabajo, el estudio de todos estos años sobre el caso de Palestina, me ha ayudado a ver y entender mejor el sistema en el que vivimos. Y, de forma contraintuitiva, también seguir amándolo.
En el último tiempo realmente comprendí el valor del coraje necesario para enfrentarse a los engranajes del sistema. Viví incontables ocasiones para observar y cuestionarme, a lo largo de meses de viajes incesantes en los que conocí una multitud de rostros e historias: representantes de la autoridad, miembros de la sociedad civil, académicos e intelectuales, trabajadores, sindicalistas y, sobre todo, muchos estudiantes y personas comunes. Gente especial que busca palabras significativas, que anhela encontrar esperanza en el intercambio y en el acto de compartir. Me sucedió en los Estados Unidos, en Australia, Nueva Zelandia, España, Noruega, Dinamarca, Holanda, Portugal, Egipto, Jordania, Canadá y, muchas veces, en Italia. Incluso en Bélgica, donde la presencia de las instituciones europeas —con frecuencia más asociada a la burocracia que a la eficacia— genera un ambiente particularmente pesado. Ha sido un largo viaje que me permitió recoger el impulso transversal de tantas comunidades en busca de justicia, verdad, dignidad y un futuro mejor, más allá de las diferencias.
Al juntar las páginas del libro que tienes en las manos, rodeado física y virtualmente de todos estos compañeros y compañeras de viaje, he decidido dedicar a diez personas queridas el relato de temas que considero fundamentales para comprender la historia, el presente y el futuro de Palestina. Estas diez personas, con su enseñanza, testimonio y, en ocasiones, también su presencia, han acompañado mi camino de concientización sobre una tierra que sufre hace demasiado tiempo.
Entonces será George, uno de mis amigos más cercanos en los años en que mi marido y yo vivíamos en Jerusalén, quien nos enseñe las calles de la ciudad, entre las casas maravillosas de antaño, las librerías donde hoy los libros infantiles son confiscados por militares israelíes, y los locales donde, hasta hace algunos años atrás, se podía ir a bailar junto a los mismos chicos israelíes, en este caso sin uniforme. Será Ingrid, una mujer europea que eligió Palestina y que tanto le ha dado a Palestina, quien nos explique la importancia de una cierta rigurosidad en el pensamiento y en el uso del marco jurídico del apartheid, así como me lo enseñó el 2017. Será Eyal, que dejó Israel hace un tiempo y siente no tener el derecho de regresar hasta que pueda viajar con un pasaporte palestino, es decir, el de un estado único y democrático, quien nos ilumine sobre la complejidad de las condiciones físicas y materiales que generan un genocidio. Será Hind, asesinada a los seis años solo por ser palestina, quien nos abra los ojos sobre qué significa ser niño en un país donde hace generaciones los menores no tienen el derecho de tener un nido que los proteja y respete sus raíces. Será Gabor, marcado desde temprano por la persecución contra los judíos, quien nos revele la locura de lo que vive hoy el pueblo palestino y desenmascare el mito de la normalidad. Y luego Ghasan, el cirujano que llegó desde Londres para enfrentarse al terror más inimaginable de Gaza durante los primeros meses del ataque genocida; Malak, la joven artista que hizo el viaje inverso, dejando Gaza para ir a Londres y contar la historia de su pueblo en pinturas; Abu Hassan, que de aquel pueblo nos ha guiado hacia los lugares que revelan la fatiga y la opresión; Alon, gran académico de genocidio y gran amigo, que me ha ayudado a comprender más de cerca los contrastes que se pueden albergar en el corazón de un judío israelí que «ve» a los palestinos y siente su causa como propia: porque en la liberación del pueblo palestino de la opresión del apartheid está la clave para la liberación de los mismos israelíes; hasta llegar a una de las personas más cercanas a mí, tanto en la vida misma como en la búsqueda de una conciencia que podamos transformar en acciones.
Diez personas, diez historias que se entrelazan a las vidas y los rostros de muchos otros —incluyéndome a mí, a mis familiares, a la vendedora de un negocio irlandés o a los niños que venían a comer moras delante nuestra casa en Jerusalén—, planteándonos diez preguntas que parecen demasiado difíciles de responder. Por ejemplo, ¿en qué condiciones vive el pueblo palestino? ¿Cuáles son las consecuencias de la ocupación? ¿Cuál es el «hogar» de una persona refugiada? ¿Qué significa ser antisemita dentro de una batalla contra los derechos humanos? ¿Hasta qué punto puede llegar la crueldad de un genocidio?
Hoy en día no podemos eludir estas preguntas.
[…]
***
En Berlín, Eyal Weizman me contó que unos amigos en Gaza le habían confesado que, frente a la escasez de pan, las familias de la zona de Deir al-Balah se organizaron para proteger los pocos recursos disponibles. «Tenemos que poner guardias de seguridad para vigilar el pan y la harina», dijeron. Los soldados israelíes llamaron por teléfono al propietario de la panadería ordenándole detener aquella práctica: «si no sacan a estos trabajadores de seguridad, los vamos a bombardear a ustedes, a la panadería y también a los trabajadores de seguridad». ¿Qué sentido tiene todo esto?
Hoy no resulta raro encontrarse con argumentos como: «ah, pero Israel no quiere destruir a todos los palestinos. Israel quiere erradicar a Hamas», o: «quiere liberar a los rehenes. Si tan solo Hamas los liberara…».
A estas personas quisiera señalarles que, en primer lugar, si se llega a bombardear una panadería, si se llega a matar decenas de miles de niños, a mutilarlos y a dejarlos huérfanos diez veces más, es evidente que las acciones no están en línea con los motivos declarados de liberar a los rehenes o eliminar a Hamás, por muy peligrosamente vago que pueda ser un propósito como éste. Al fin y al cabo, basta con pensarlo un momento: ¿quién es Hamas? ¿Quién combate o quién lo votó el 2006? ¿Quién trabajaba en los hospitales bajo su autoridad? ¿Quién resiste la ocupación? ¿Quién se opone al genocidio?

