(Un cuento a la manera de Keret)
Mi abuelo murió de un enorme tumor en el lado derecho de la cabeza. El tumor lo había afectado tanto que incluso cambió su manera de ser. Pasó de ser un viejito adorable a ser un viejo cabrón: acosaba a las enfermeras del hospital donde estaba internado y se peleaba con los demás enfermos. Sus últimas palabras fueron dedicadas a una enfermera bastante amable y agraciada, a la cual mi abuelo no dejaba de decirle que el tumor no era lo único enorme que tenía en el cuerpo.
Diez meses después, la hermana mayor de mi abuelo murió de un tumor exactamente idéntico al de mi abuelo, pero esta vez en el lado izquierdo de la cabeza. Sus últimas palabras no fueron ninguna vulgaridad ni nada por el estilo, sino un especie de reproche amargo hacia sus propios abuelos, quienes se habían casado a pesar de ser primos hermanos y de las constantes amenazas de excomunión por parte del cura local.
—Si se casan, todos sus hijos y los hijos de sus hijos serán estúpidos, feos y se van a morir de enfermedades horribles —les advirtió el cura a mis tatarabuelos
Pero mis tatarabuelos no escucharon. Decidieron huir del pueblo y casarse usando nombres falsos, lo que les permitió tener la impresionante cantidad de 17 hijos y de disfrutar una apacible vida con ellos, antes de que a mi tatarabuelo se le enterrara una uña del pie, lo que lo llevó a estar de tan mal humor que, un día, no pudo evitar abofetear al hijo menor del dueño de la Hacienda el Vizcaíno por haberle orinado un naranjo. Aquello ocasionó que el padre del niño le descerrajara veintisiete balazos en la cabeza a mi tatarabuelo, enfrente de todo el pueblo.
Cuando yo tenía 10 años el último hermano de mi abuelo había muerto del mismo tipo de tumor que todos los otros. Era increíble cómo el tumor parecía cambiar de lado de la cabeza con cada hermano de mi abuelo. Mi padre me dijo entonces que lo más probable es que él mismo también moriría de un tumor en la cabeza. Me dijo además que ese tumor le causaría cambios de comportamiento brutales y se volvería una persona muy distinta a la que había sido hasta entonces.
—Es cuestión de tiempo—me dijo—. Y lo más seguro es que tú y tu hermana pasen por lo mismo cuando crezcan, pero no la santurrona tu madre que viene de una familia perfecta.
Y tenía razón. Cuando mi padre cumplió sesenta años, empezó a actuar de manera rarísima. Primero, comenzó a usar pelucas rubias y a llevar maquillaje. Luego, a ponerse los vestidos de mi madre y a pedirnos que dejáramos de llamarle padre para referirnos a él de maneras obscenas. Fue así que comenzó a salir por las noches y a volver a casa varios días después, usando ropas distintas y llevando consigo muchísimos regalos, en apariencia costosos. Mi madre entonces nos dijo que seguramente mi padre tenía un tumor en la cabeza. Yo, naturalmente, me preocupé, pero la verdad es que mi padre no parecía estar sufriendo ningún tipo de dolor.
Un día, sin que supiéramos muy bien cómo, mi padre apareció en casa junto a un tal Yevgueni, un bosnio enorme, de dos metros de altura y con tatuajes en todo el cuerpo, incluyendo uno que decía “Basic Bitch” en la cara. Yevgueni no dejaba de tocarle el culo a mi padre mientras éste nos decía cómo se habían conocido y enamorado locamente y que Yevgueni era su nuevo esposo y que se irían a vivir juntos al polo norte, a una base científica, en la cual Yevgueni era jefe de seguridad.
—Cuida a tu hermana y no olvides que tu madre y yo los amamos mucho, aunque este amor no se puede comparar con el enorme motor y rendimiento en carretera de un Ferrari 250 GTO Boano—fue lo último que me dijo antes de irse en helicóptero al polo norte con Yevgueni y jamás volviera a verlo.
Desde entonces he vivido esperando el día en que de la noche a la mañana yo mismo comience a hacer locuras a causa de un tumor cerebral. Locuras como ser el hombre bala de algún circo o torear toros durante las noches en España, completamente desnudo y con erecciones, como Juan Belmonte o simplemente ser uno de esos tipos horribles que les dicen obscenidades a las chicas en la calle. Pero nada de eso ha ocurrido y yo vivo mi vida bastante bien. O eso es lo que pensaba hasta que un día decidí invitar a mi amiga Ziwen a nadar.
—¿Es que no te acuerdas? —me gritó—. Cada miércoles me invitas a nadar y cada miércoles te tengo que decir que no sé nadar. ¿Es que solo quieres humillarme porque nunca aprendí a nadar? ¿Alguna vez me prestas atención? ¿Cómo puedes ser tan estúpido?
Me quedé helado. No recordaba haberla invitado en absoluto.
—Lo haces cada miércoles. Y cada miércoles te digo lo mismo, solo para que la cosa se repita la siguiente semana.
A partir de ahí, todo fue a peor: dejé las llaves de mi casa en un café cutre del centro, después de que mi novia me terminara; me caí de las escaleras por no atar mis cordones y olvidé el nombre de todas mis exnovias y de todas mis tías y tíos. Fue en ese momento cuando lo advertí: “Es el tumor, ya está aquí, en alguno de los lados de mi cerebro”. Así pasé unos días hasta que por fin decidí ir al médico, por consejo de los pocos amigos que me quedaban. En algún momento, a medio camino entre mi casa y el hospital, perdí completamente la noción de adónde me dirigía. Tropecé y luego vomité. Después de ponerme en pie, comencé a caminar sin rumbo, desorientado. Finalmente llegué a una casa con una puerta enorme y pesadísima, que se abría de par en par. Entré a una habitación gigantesca y totalmente blanca. Dentro, un tipo bastante raro, con dientes amarillos y que llevaba una túnica blanca que olía a sudor me dio la bienvenida. Me dijo que acababa de llegar específicamente al lugar donde viven y se pierden todos los recuerdos de todas las personas del mundo. Comenzó a explicarme muchísimas otras cosas y a hablarme de espacios vectoriales topológicos y n-categorías. Me dijo finalmente que yo había llegado a ese sitio porque estaba a punto de perder todos y cada uno de mis recuerdos debido a un enorme tumor que crecía directamente debajo de mi frente.
—Una vez pierdas todos tus recuerdos, comenzarás a encogerte poco a poco hasta convertirte en una muñeca de Hello Kitty de edición de colección—me dijo—Pero no te preocupes, puedo ayudarte.
Yo estaba a punto de decirle algo, pero me interrumpió.
—Te quitaré el tumor. A cambio, llegarás a un mundo donde tu recuerdo más preciado jamás sucedió. Aunque lo busques será en vano. Quizá tampoco recuerdes esta habitación. Parece, sin embargo, que estás genéticamente destinado a tu enorme tumor. Eso podría ocasionar que todo esto se repita una y otra vez—me advirtió
Yo no lo pensé demasiado y acepté, porque odio a las muñecas de Hello Kitty. El hombre raro extendió su brazo derecho. Puso su mano sobre mi cabeza de modo que su pulgar presionaba el centro de mi frente. Cuando desperté, estaba en una cama de hospital y un médico que lucía como Steve Buscemi me sonrió. Me dijo que la cirugía había sido un éxito y que el tumor se había ido por completo, que era un milagro haber sobrevivido tanto tiempo con esa cosa en la cabeza. Volví al trabajo convencido de que mi tumor se había esfumado. Me sentía de maravilla. Tenía la sensación de que todo me iba a salir bien en la vida. O eso pensaba hasta que un día decidí invitar a Ziwen a nadar.
—¿Es que no te acuerdas? —me gritó—. Cada miércoles me invitas a nadar y cada miércoles te tengo que decir que no sé nadar. ¿Es que solo quieres humillarme porque nunca aprendí a nadar? ¿Alguna vez me prestas atención? ¿Cómo puedes ser tan estúpido?
Me quedé helado. No recordaba haberla invitado en absoluto.
—Lo haces cada miércoles. Y cada miércoles te digo lo mismo, solo para que la cosa se repita la siguiente semana.
A partir de ahí, todo fue a peor: dejé las llaves de mi casa en un café cutre del centro, después de que mi novia me terminara; me caí de las escaleras por no atar mis cordones y olvidé el nombre de todas mis exnovias y de todas mis tías y tíos. Fue en ese momento cuando lo advertí…
