En el último congreso de literatura al que asistí, varios académicos decían “la crisis de las humanidades” con el tono de quien ya sabe que es un lugar común; y es que hemos repetido esas palabras durante años. Algo me incomoda en esa construcción, “la crisis de las humanidades”, frase sin sujeto, sin verbo. No hay humanos que conformen esas humanidades que hacen aguas por todos lados. Los culpables, se dice, están allá afuera y ya los conocemos: el capitalismo; la falta de interés de estudiantes que––no los culpo––aspiran a formas más estables o menos precarias de vida (ya sea en carreras más rentables, en la creación de contenido en redes sociales e incluso en el narcotráfico); y, ahora con más evidencia, el ataque de una ultraderecha que ve en las universidades una amenaza al proyecto desregulador de los grandes capitales. ¿Cuál es la extensión de la crisis? ¿Dónde empieza? ¿De verdad son tan peligrosas las humanidades?

El genocidio gazatí ha puesto en evidencia la fragilidad de una academia cuya moral pretendía ser impecable. Entre las múltiples protestas que se han desplegado por todo el mundo, aquellas situadas en los campus universitarios de Estados Unidos suscitaron una atención particular que tiene que ver con que evidenciaban un problema no solo coyuntural.      Las imágenes de la policía entrando al campus de Columbia en Nueva York, autorizada por la misma universidad, marcaron un punto sin retorno porque rasgaron el tupido velo de ambientes progresistas, cuyas discusiones sobre justicia social estaban supuestamente al servicio de los más débiles. La entrada de la fuerza policial hizo ingresar también a la universidad una sensación de miedo y sospecha que trepaba por los edificios neoclásicos y góticos colegiales de las instituciones educativas más prestigiosas del mundo.

Con el agresivo regreso de Trump, estas ansiedades se agudizaron a niveles inéditos. Y aquí la palabra regreso es clave porque ese ethos siempre estuvo. Trump es el epítome de una sociedad fundada en los valores de la exclusión, la riqueza y, en términos sencillos, la ley del (que grita) más fuerte. La pequeña boca de Trump, sin embargo, es incontrolable y su lengua suelta deja salir todo aquello que antes se decía a media voz o, más bien, para usar su idioma, was taken for granted. Esas infames jaulas en las que Trump separaba a los padres de sus hijos en la frontera, recordemos, fueron construidas durante el gobierno de Obama. Lo insólito es que en la segunda administración de Trump se desató un miedo sin precedentes en la comunidad académica estadounidense, pues las vulneraciones que antes solo padecían poblaciones que estaban lejos del campus universitario, ahora nos podían (y pueden aún) ocurrir a estudiantes o académicos ilustres.

Mientras los encerrados fueran migrantes allá en la frontera, los académicos apenas esbozábamos una protesta calmada, a un volumen apenas suficiente para que nos escuchara la audiencia que cabe en un salón de clases. La imagen de la intimidación americana era terreno fértil para llenar páginas y páginas sobre violencia, biopolítica y literatura fronteriza. Ninguno de nosotros iba a estar en esas jaulas.

Ver las imágenes del secuestro, perpetrado por ICE, de Rumeysa Ozturk, estudiante doctoral de la Universidad de Tufts, despertó en mí un terror que hizo cuestionarme incluso volver a Estados Unidos, donde está mi casa, parte de mi biblioteca, donde mi esposa y yo somos también candidatos a doctores. Nunca había sentido ese miedo, ni siquiera las tres veces que entré a ese país con la visa vencida por culpa de un problema administrativo en el consulado. Al ver el nombre de mi universidad ivy league y comprobar que mi status de estudiante aún era válido, la frontera se me abría sin problemas. Como mucho, me caía algún comentario inocentemente ignorante del tipo: ¿Por qué vienes a Estados Unidos a estudiar español si lo hablan en tu país?, al que respondía con el índice sobando el pulgar. Money. Ahora, sin embargo, la crisis no está lejos, sino rodeándome. Incluso hoy, que estoy temporalmente fuera del país, me pregunto si es mejor publicar esto cuando ya esté en la tierra de la libertad.

Parche antes de la herida: no es este un panfleto antiacademia. Nada me da más irritación que escuchar jóvenes educados en universidades, sentados en los barrios más “vibrantes” de las capitales latinoamericanas, decir que la academia no sirve de nada, que el verdadero saber está en la “calle”. Me dan ganas de contestar: ok, entonces cerremos las universidades a ver cómo nos va. Pero nunca lo hago. Hay innumerables académicos, allá en el norte y en Latinoamérica, que hacen su trabajo con pasión y rigurosidad, que ponen tanto afecto en la investigación propia como en la labor de la supervisión y la enseñanza, acaso uno de los más maltratados oficios. Hay académicos que, sobre todo, quieren compartir sus pasiones y reclamar el derecho a vivir y comer haciendo lo que a uno le gusta, que en mi caso y el de mis profesores, es aquello que aprendemos temprano: leer y escribir.

Al mismo tiempo, sin embargo, se me hace difícil entender, más aún defender, ciertas barbaridades que he presenciado. Personas que menosprecian (con o sin darse cuenta) el trabajo de los instructores de lengua––que en los departamentos de idiomas y estudios culturales de Estados Unidos están, en múltiples sentidos, en un escalafón más bajo que los investigadores: menores sueldos, oficinas más pequeñas, menos poder de decisión, menos prestigio, etc. Leí, por ejemplo, la opinión angustiada de un estudiante doctoral, cuya preocupación a raíz del cierre del programa doctoral de español de una Universidad estadounidense prestigiosa, tenía que ver con que estaban obligando a investigadores a enseñar lenguas. “Es como que pongan a X (investigador, full professor) a hacer clases de lengua”. Vi también a compañeros escritores latinoamericanos (sí, soy uno más de esos que se fueron al norte a estudiar en un programa de escritura creativa), hijos de millonarios, que      fueron a Nueva York a jugar la carta del migrante latino, bailando el ritmo caribeño en un club de migrantes en Williamsburg (un barrio vibrante) que se nombra en el último disco de Bad Bunny. Posiblemente en sus países de origen no podrían entrar a un sitio así sin que se notara la abismal diferencia de clase y raza. En el norte global, por fortuna para ellos, hay otras pieles más pálidas que nos hacen quedar dentro del espectro de lo minoritario. Ser discriminado (solo en la teoría, obviamente) es una moneda de mucho valor.

La defensa continua de las políticas de la identidad consume gran parte de las conversaciones académicas y un sinnúmero de discusiones estéticas, filosóficas y políticas son desestimadas muchas veces bajo los argumentos de que “no hay que ser retrógrados” y de que “te irá mal en el job market y nadie te va a contratar”. En alguna fiesta no muy animada, un estudiante de música blanquísimo me instruyó (lo que parecieron) horas sobre estudiar, como él, ritmos que no eran blancos ni europeos, sino cuestiones a las que “nadie” le había prestado atención antes (calcado a la escena en Julliard School de Tar). En 2020, una profesora judía blanca de Kansas, cuya obra sobre raza y etnicidad ganó importantes premios y becas, tuvo que renunciar a su puesto de profesora titular en la Universidad George Washington luego de que se descubriera que había mentido sobre su propia raza. Se pintaba la piel (práctica llamada blackface, sancionada duramente por la comunidad progresista) y se inventó una genealogía negra caribeña del Bronx, con toques de delincuencia y prostitución. Más allá de lo mucho que uno podría decir sobre la ridiculez de un caso así, me da vueltas la pregunta sobre el valor de esa obra que ella escribió y cómo perdió todo espesor cuando la “verdadera” y “auténtica” identidad (qué absurdas suenan estas palabras juntas)  de la autora se reveló. ¿Solo podemos hablar de lo que somos? ¿Lo que somos es lo único que sabemos?

El problema aquí no es que esos temas minoritarios no tengan valor y por ello debamos volver a pensar en temas “verdaderamente importantes”. Ese discurso pechoño me parece cobarde y poco estimulante en términos intelectuales. Creo que, al contrario, mucho de lo mejor de la literatura y la crítica reciente vienen de esos derroteros porque justamente la situación política convulsa propicia una maraña de signos ante la cual nuestra labor es leer, escuchar y disponer en formas nuevas que tracen salidas posibles a las distintas crisis que nos acongojan. No es ninguna casualidad que gran parte de la mejor poesía y literaturas recientes, solo por poner un ejemplo, haya sido escrita por mujeres. La constatación de una crisis––la violencia del patriarcado––posibilita escrituras inéditas que empujan el horizonte de lo posible, que imaginan futuros menos dolorosos. El problema, la incomodidad que me generan las situaciones antes mencionadas, tiene que ver con que quizás la “crisis de las humanidades” no se origina en un enemigo externo que nos corta el flujo de dinero o en la falta de interés por parte de estudiantes desinteresados en leer los clásicos. Quizás la crisis de las humanidades es una fractura que comenzó dentro de la misma academia y de la que los académicos tenemos gran responsabilidad. No es una crisis solo de las ciencias sociales, la filosofía, la literatura, sino una crisis que amenaza la idea misma de universidad como centro donde la cultura, la ciencia, el pensamiento, amplían sus horizontes con libertad.

Reitero: la “crisis” externa (Trump, el genocidio en Gaza, etc.) iluminó zonas grises que estuvieron tapadas durante años con un manto de bienestar económico y cierta seguridad social. Contradicciones dolorosas ante las que hacíamos la vista gorda porque en los departamentos de humanidades generosamente se financiaban con dólares las investigaciones sobre migración, pobreza, raza, género y sexualidad. Podíamos pagarle pasajes y generosos viáticos a escritores y pensadores del sur global para que fueran a plantear los más acalorados debates. Pero cuando la marca de agua de esos sustanciosos dólares se hizo más y más evidente, y los campus se cubrieron de rejas y vigilancia, y universidades como NYU fundaban oportunos centros de investigación contra el antisemitismo, y universidades como Cornell revocaban la visa de activistas a favor de la causa palestina, la discusión alcanzó ya un punto en el que, si no ponderamos nuestra praxis académica, no hay salida posible.

Quizás la crisis de la humanidades también pase, sobre todo, por la cada vez más disminuida capacidad que hemos tenido para levantar discursos, mundos, imaginaciones posibles para hacerle frente a propuestas políticas que amenazan con hacer más precaria la vida de quienes ya viven en la precariedad. Discursos que tengan un correlato en la vida cotidiana y que los estudiantes sean capaces de poner en práctica como una ética de la vida en común. Esa es la retahíla que repetimos una y otra vez: nuestras tesis deberían apuntar a cambiar el mundo.  Pero      allí hemos fallado nosotros como capa intelectual también, pues los discursos que se dicen incluyentes en realidad se perciben más como “estás conmigo o eres enemigo”. Hace rato debimos dejar de utilizar los léxicos teóricos para acusar al otro (desde los políticos de derecha hasta los propios compañeros) de incoherentes, de insuficientemente políticos. Y quizás también esta crisis nos empuje a abrazar la precariedad en toda su extensión: renunciar a cierta comodidades y bonanzas para encontrar allí formas poderosas de comunidad política. Para que las humanidades sean capaces de generar futuros posibles, quizás, es necesario que siempre estén en crisis.      

Hace pocas semanas, la Universidad de Columbia cedió ante las presiones económicas del gobierno estadounidense. La administración de Trump acusó a la universidad de no haber protegido adecuadamente a sus estudiantes judíos durante las protestas a raíz de los ataques en respuesta al atentado de Hamás. Columbia accedió a pagar una multa de más de 200 millones de dólares y, más grave aún, aceptó incrementar las restricciones a las protestas, establecer nuevas reglas de disciplina y revisar los currículos de enseñanza sobre el Medio Oriente. Además, el gobierno tendrá acceso a las bases de información de las postulaciones para, supuestamente, verificar que las admisiones funcionan solo con base en el mérito y no en otros factores (como raza, condición socioeconómica, entre otras). Todo esto con el fin de no perder financiación estatal. La presidenta tiene el descaro de afirmar que, pese a este acuerdo, la Universidad no ha perdido su espíritu crítico y su independencia.  Si esto no es una sumisión total al poder político, o un punto de no retorno de una educación que ha perdido su capacidad de ser liberadora, imaginar lo que sigue se hace difícil.

En este escenario, no necesitamos textos que solo constaten lo evidente, la realidad es tan abrumadora que se revela por sí sola––y no faltará el pensador que me discuta el concepto de realidad. Ya no necesitamos textos que no incomoden a nadie. Que saquen aplausos en una sala llena de gente que piensa de la misma manera. Hay que disputar las ideas allí donde no seamos recibidos con la mejor cara, allí donde los títulos y las instituciones que nos respaldan signifiquen poco y nada. Trazar ideas y caminos que entusiasmen a los que no tengan dios interior, que nos entusiasmen a nosotros mismos cuando, vacíos de luz, nos falte la imaginación. Y es que quizás lo que más me preocupa no es la falsa amenaza de “ya no se puede decir nada porque todos se ofenden”, sino la amenaza cierta de vivir en un mundo donde no sea posible imaginar.

Esto no significa renunciar al espíritu crítico y ponerse, como un bufón, a buscar el beneplácito de los estudiantes para ganar su favor y sus matrículas. Una pregunta también insistente es: ¿para qué sirven las humanidades? ¿Para qué sirve el arte? Hay que tener cuidado con esa doble valencia del servir. Las humanidades no sirven de nada si le sirven a los intereses de unos capitales que promueven genocidios o necesitan condiciones de vida miserables en ciertas poblaciones para subsistir y crecer. Acaso esa sea la fractura más grande que los estudiante perciben en las humanidades: no podemos darles herramientas para el libre pensamiento que no representen, de verdad, una liberación. El testimonio del profesor de Estudios Africanos Vicent Lloyd al ser expulsado de la Telluride Association Summer Program, un programa de excelencia académica para estudiantes de secundaria es una muestra de lo que estoy diciendo. Él y dos estudiantes asiáticos fueron expulsados del programa por no ser lo suficientemente antirracistas: “[l]a experiencia debía organizarse a partir de una ‘justicia transformadora’, en lugar de un modelo punitivo, pero la comunidad logró expulsar a dos de sus miembros. Los estudiantes continuamente expresaron su deseo de hallar acciones concretas para cambiar el mundo, pero después de cuatro semanas, habían aprendido a decir que el racismo es tan profundo que el mundo nunca podría cambiar. Los estudiantes querían libertad, para ellos y para todos, pero empezaron a decir que el único camino hacia la libertad era el adoctrinamiento: que yo les dijera qué pensar.”

Es este un asunto espinoso y lleno de contradicciones, muchas de las cuales, sin duda, son irresolubles. Y sé que también mi práctica como pensador, escritor y académico está llena de puntos ciegos. El desánimo de estas ideas fraguó en este texto, sin embargo, cuando vi Denominación de origen, dirigida por Tomás Alzamora. Creo que el éxito de la película––inesperadamente,  duró meses en cartelera, y el público en su mayoría se muestra entusiasmado––tiene que ver en parte porque hay en ella no una historia kitsch “entrañable”, sino propuestas políticas a la vez retadoras y esperanzadoras.

Alzamora se inmiscuye en las gestiones del MSPLSC (Movimiento Social por la Longaniza de San Carlos) para conseguir el sello Denominación de Origen y así distinguir el embutido de la pequeña ciudad de provincia, en el sur chileno. El Movimiento es pequeño y sus dirigentes, una mezcla de personajes que difícilmente podríamos pensar como comunidad. Un campesino productor de longanizas, una dirigente social trans (cuya identidad sexogenérica no es tema en la película), un abogado de provincias, un artista multifacético local. No hay mucho que los una salvo su deseo de promover la longaniza de San Carlos, objetivo que tiene unos beneficios muy imprecisos para los miembros del movimiento.

Una lectura desatenta de la película echaría mano únicamente a la palabra derrota. Desde el comienzo sabemos que San Carlos es una ciudad menor al lado de Chillán. Que los chilenos relacionamos más rápido la longaniza con la capital regional antes que San Carlos. Que aunque los embutidos sean igual o más deliciosos, los de Chillán se llevan todos los premios. Todo en la película tiene un tinte de derrota: reuniones donde no llega nadie, falta de recursos, incomprensión y burlas, personajes que a primera vista pueden parecer ridículos. Se hace evidente esta lectura política de la derrota cuando una votación pasa del sí/no al apruebo/rechazo, las palabras de nuestros plebiscitos más importantes de los últimos 30 años y de la derrota política más grande desde 1973. Y sin embargo no hay derrota porque los personajes insisten. Pierden pero siguen. Arman otro proyecto. Y más importante: han creado una comunidad que no merma ni ante la derrota ni ante a muerte. En otras palabras: han encarnado su minoridad, se han reconocido sin complejos como el eslabón débil, como los hermanos pequeños y medio olvidados de aquella ciudad un poco más grande que se lleva todos los reconocimiento. Ahí está la victoria del filme y por eso, creo, han tenido tanta repercusión en un país del que nos acostumbramos a decir que “celebra las derrotas”.

La escena clave del documental, a mí juicio, muestra a la dirigente principal del MSKDA intentando convencer a una productora de longanizas de que se una al gremio de longaniceros. “¿Usted también es productora?” Luisa, interpretada magníficamente por Luisa Marabolí, responde que no. “¿Y por qué hace esto, entonces, qué gana?”. La respuesta no la escuchamos, el plano se corta. En esa respuesta, creo, hay caminos posibles para pensar las humanidades. ¿Qué ganamos con esto? ¿Qué perdemos?

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